A Cecilia, la serpiente, quien nunca leerá esto.
La recogimos cuando todavía era pequeña. Todavía no sabía hablar, pero vaya que sabía caminar, y rápido. A veces se nos perdía y todos salíamos a buscarla. Tenía algo en sus ojos que hacia quererla, pero a la vez, resguardarse de ese futuro cariño que carcomería a quien estuviera cerca. Tenía costumbres extrañas que hacían pensar en una futura devolución a alguna casa de acogida. Pero nunca fuimos desconsiderados con ella. Se nos perdía en el patio siempre después de la cena, de la once. Cuando creció se hizo voluptuosa y pronto captó que esos rasgos eran artimañas efectivas para poder conseguir lo que deseaba, especialmente con hombres mayores que ella. Sus ojos eran azabaches y profundos. Un día la encontraron con una faja en el estómago y desde ese entonces supimos, a ciencia cierta, que nos traería problemas, no por ella en sí misma, sino por las desgracias que daría a nuestras vidas íntimas, que pretendían estar lejos de su ya elaborada presencia, y que sin embargo, nos rondaba siempre. No era hermana de sangre, así que era más fácil desprenderse de ella, pero su astucia de lince acaparaba siempre aquellos rincones de las personas que son más vulnerables y sensibles. Se arrancaba de la casa, se le daba por perdida y luego llegaba, se independizaba violentamente de quienes le habían dado techo y comida. Pronto el resto de la cuadra empezó a hablar de ella. No faltaban aquellas que aseguraban que ésta pequeña mujer-puta se había insinuado o ya metido con sus maridos, y la verdad es que uno estaba más del lado de esas mujeres que del lado del beneficio de la duda. Fue una de las primeras niñas en la ciudad de ser bautizada con el diagnóstico “mutismo selectivo”, pero había algo más en ella que preocupaba, hasta el punto de atemorizar y retratar en fantasías oníricas lo que ella era capaz de hacer. Los viejos soñaban con sus pechos desnudos y firmes, mientras que su familia era incapaz de ejercer control sobre ese ente que ahora, en la plenitud de la vida, se esforzaba cada día en ser más diabólica. Llegó una noche en que negando sus impulsos hormonales (y sexuales), la madre le negó una salida nocturna. Su esposo estaba de guardia y no había nadie más en la casa. La diabla rompió en gritos y acto seguido, subió las escaleras para encerrarse en su pieza. La mujer, abajo, comenzó a preparar la mesa, porque pronto llegaría él con tanta hambre como deseo carnal, así que raudamente traía desde la cocina platos, tazones, servilletas, mientras una silueta oscura pasaba detrás de ella sin ser detectada. En su niñez y en las noches, también se perdía, brotaba de las sabanas como si fuera una serpiente, y, bajando las escaleras en puntillas, en silencio, como una mortal anaconda, abría la puerta del patio que estaba con llave, se perdía en este, que estaba repleto de árboles frutales, sembradío, y un lugar habilitado precariamente para las gallinas y los patos. Ni supo la dueña de casa cuando ya estaba en el suelo tirada, ahogándose con su propia sangre, mientras sentía un dolor punzante que permanecía incrustado en su cabeza, por detrás de los ojos. No supo como consiguió la fuerza para arrastrarse por el piso y gritar por el patio algo de ayuda, pero era demasiado tarde porque la diabla ya la había recogido por las piernas, mientras la llevaba hacia la cocina, mientras su madre adoptiva corroía el piso con sus uñas, dejando una fina, pero firme línea de sangre a través de su recorrido, el último camino hacia la cocina sobre la cual pasó tantas temporadas cocinando para ella y su familia. Sabía que allí la engendra se haría de un cuchillo (si es que) para comenzar su cometido, su inherente necesidad que tantas veces la familia calló. Llegó con costumbres curiosas, por no decir tenebrosas. Ella no iba al baño, robaba tiestos de la cocina e iba al patio, buscando un rincón detrás de un árbol para luego cagar encima del tarro, que guardaba celosamente por unos días hasta que alguien lo sacaba de improvisto para botarlo. La razón de que guardara el tarro lleno de mierda era que, por las noches, al salir de la casa, entraba al gallinero, agarraba a un ave por las patas, la azotaba hasta que se le rompiera el cuello, el cráneo, etcétera. La desplumaba precariamente, y en sus ojos embetunaba el contenido del tarro, para luego mordisquear el cuello, las alas, las patas con uñas, lo que viniera ella lo mordía, y celebraba en silencio casi absoluto, mientras el resto de las gallinas no atrevía a mover ni un músculo. Celebraba tanto, que hizo el ruido adecuado para despertar a mis padres, hacer que se levantaran, abrieran la puerta del gallinero y poder verla bañada en sangre ajena y fecas propias, mientras masticaba un trozo de carne crudo con algunas plumas, con su mirada constante -más oscura que la noche- que nos traspasaba a todos con delirio.
1 comentario:
Oye me gustó este relato.
Hace rato que no pasaba por tu blog porque he estdo tan apartada del cyberespacio que sólo me remito a ver mi correo y un diario en formato electrónico.
Este texto es delicadamente macabro y me gusta, da para la imaginación y entrega un horror incipiente.
Felicitaciones, algún día escribirás un libro... no me cabe duda. Tu mente, tu creatividad y tu vocabulario extraordinario harán que tu primer libro sea un triunfo para ti, aunque claramente el segundo libro la romperá, porque creo que las primeras cosas/veces son una especia de bosquejo, para luego concretar la obra maestra.
Bueno, como supongo sólo ves los post de tu último escrito, te digo que leas los comentarios de Nice Pick.
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