Ya eran las cinco de la mañana. Uno de sus brazos caía junto con un pequeño desliz de la sábana media manchada, sus dedos eran alargados y estaban pintados con el típico colorante barato, colorinche, llamativo, llameante. Los rayos del sol comenzaban –extrañamente, por lo temprano de la hora- a colarse entre medio de las cortinas que estaban a medio cerrar. Pensó que el verano tenía este efecto luminoso. En el aire el humo del tabaco danzaba una y otra vez en las esquinas, sin que pudiera ir hacia ningún lugar, así que éste iba en un ir y venir vicioso, como una neblina artificial que recorría las inmediaciones de aquel cuerpo cansado, que yacía casi sin vida sobre aquel catre, desnudo y laxo, pero sin poder conciliar el sueño. El cigarrillo aún no se ha acabado, pero le queda poco.
La radio estaba prendida y de ella emergía una canción en idioma francés que no podía comprender, aunque le resultaba agradable, relajante, casi placentero. Pero aquel cuerpo ya no podía concebir placer alguno, ni siquiera en lo recóndito de su interior podía albergar la fantasía –y la esperanza- de ser una persona feliz. Hacía mucho tiempo que su alma había sido desprovista de la inocencia, sobretodo cuando aquel tío cercano a la familia, y por sobretodo muy buena onda, le comenzaba a hacer cariños que iban desde la rodilla hasta más allá de su ombligo, apretando con su dedo índice sus regiones íntimas y todavía no totalmente conocidas -y exploradas- por ella, todavía una niña. Recuerda el tío, con sus labios apretados y sus ojos más grandes de lo normal, repitiéndole que no se lo dijera a nadie, porque nadie le creería. Pero de súbito, procuró enterrar lo que estaba emergiendo de su interior, y aunque fue muy buena al desvincularse de su recuerdo, un intento de lágrima corrió por una de sus mejillas, lágrima que se extinguió en cuanto comenzaba a hacerse fuertemente patente su recuerdo en su fuero interno. Decidió entonces levantarse, así como estaba: desnuda, con su negro pubis como un espectador más que reconocía cada rincón de la habitación además del catre, cuyas sábanas son de color blanco percudido. Caminó hacia el balcón, con sus fantasmas del pasado acompañándola por su derecha, mientras que sus miserias del presente la acompañaban por la izquierda, haciéndose, sin embargo, aún más patentes en su propio cuerpo, porque aunque los clientes procuraban usar condón -nadie quería pagar más plata por no usarlo, cobraba caro por eso- era imposible no tener recuerdos viscosos de las visitas que se apiñaron en su cuerpo en cuanto comenzó con su trabajo a las doce de la noche en punto. Pero eso ya no le importaba, en realidad lo que quería era sentir un poco de aire puro, algo que le recordara sus días en que no se sentía apuñalada por una daga que se ensartaba contra ella, pero que finalmente nunca la aniquilaba. Miró desde la imitación de terraza hacia el suelo, y se tentó absurdamente con la idea de lanzarse así sin más. Le resultaba casi placentero el salir de su propia vida y el poner en aprietos a muchas personas desconocidas: Poner a mover a los forenses, a los policías con sus cintas amarillas, a la gente que pararía a lo sumo unos diez minutos de sus actividades programadas para poder ver algo de ella, algún periodista despistado; algo dejaría ahí en su cuerpo, como un recuerdo imperecedero, algo que ella no se llevaría allí donde estuviera después. Ahora lo que más desprecia es su cuerpo, pero es éste mismo y el buen catre de cuatro patas cojas el que le da el dinero necesario para comer, para pagar el agua con la cual puede llenar la bañera y finalmente, sacarse las gotas de sudor que no son suyas, aunque sabe que esto es como si alimentara un espiral eterno del cual nunca podrá salir. Le resultó extraña la idea de que su cuerpo encontraría un contacto mucho más sincero y genuino con quienes le harían la autopsia, abriendo su pecho de par en par, que en comparación a sus clientes que sólo sabían el precio -y no su nombre- para poder manosear sus senos.
Pero en realidad, sabía que se engañaba, sabía que no habría un final esperándola allí afuera, en el pavimento frío e impersonal. Sabía que no lo haría porque, además de no tener el valor necesario, tenía que tener un final más digno que eso, que la calle, que el choque contra el pavimento y la sangre. Si había tenido una vida indigna a lo largo de su existencia, no tenía por qué morir bajo las mismas condiciones de pobreza y desamparo. Algo de honor en ella quedaba, al menos para sí misma. Así que decidió subir más el volumen de la radio, apagar el cigarrillo que casi ya se había consumido, ventilar el cuarto abriendo las ventanas para espantar los fantasmas, sacar las sábanas desde la raíz para lavarlas, botar las cenizas del cenicero en el tacho de la basura, tararear algo incomprensible de la canción, porque ya se estaba acostumbrando a ella -aunque no entendiera ni pito lo que significara- , poner el agua en su justa medida y ponerle el tapón a la tina.
La radio estaba prendida y de ella emergía una canción en idioma francés que no podía comprender, aunque le resultaba agradable, relajante, casi placentero. Pero aquel cuerpo ya no podía concebir placer alguno, ni siquiera en lo recóndito de su interior podía albergar la fantasía –y la esperanza- de ser una persona feliz. Hacía mucho tiempo que su alma había sido desprovista de la inocencia, sobretodo cuando aquel tío cercano a la familia, y por sobretodo muy buena onda, le comenzaba a hacer cariños que iban desde la rodilla hasta más allá de su ombligo, apretando con su dedo índice sus regiones íntimas y todavía no totalmente conocidas -y exploradas- por ella, todavía una niña. Recuerda el tío, con sus labios apretados y sus ojos más grandes de lo normal, repitiéndole que no se lo dijera a nadie, porque nadie le creería. Pero de súbito, procuró enterrar lo que estaba emergiendo de su interior, y aunque fue muy buena al desvincularse de su recuerdo, un intento de lágrima corrió por una de sus mejillas, lágrima que se extinguió en cuanto comenzaba a hacerse fuertemente patente su recuerdo en su fuero interno. Decidió entonces levantarse, así como estaba: desnuda, con su negro pubis como un espectador más que reconocía cada rincón de la habitación además del catre, cuyas sábanas son de color blanco percudido. Caminó hacia el balcón, con sus fantasmas del pasado acompañándola por su derecha, mientras que sus miserias del presente la acompañaban por la izquierda, haciéndose, sin embargo, aún más patentes en su propio cuerpo, porque aunque los clientes procuraban usar condón -nadie quería pagar más plata por no usarlo, cobraba caro por eso- era imposible no tener recuerdos viscosos de las visitas que se apiñaron en su cuerpo en cuanto comenzó con su trabajo a las doce de la noche en punto. Pero eso ya no le importaba, en realidad lo que quería era sentir un poco de aire puro, algo que le recordara sus días en que no se sentía apuñalada por una daga que se ensartaba contra ella, pero que finalmente nunca la aniquilaba. Miró desde la imitación de terraza hacia el suelo, y se tentó absurdamente con la idea de lanzarse así sin más. Le resultaba casi placentero el salir de su propia vida y el poner en aprietos a muchas personas desconocidas: Poner a mover a los forenses, a los policías con sus cintas amarillas, a la gente que pararía a lo sumo unos diez minutos de sus actividades programadas para poder ver algo de ella, algún periodista despistado; algo dejaría ahí en su cuerpo, como un recuerdo imperecedero, algo que ella no se llevaría allí donde estuviera después. Ahora lo que más desprecia es su cuerpo, pero es éste mismo y el buen catre de cuatro patas cojas el que le da el dinero necesario para comer, para pagar el agua con la cual puede llenar la bañera y finalmente, sacarse las gotas de sudor que no son suyas, aunque sabe que esto es como si alimentara un espiral eterno del cual nunca podrá salir. Le resultó extraña la idea de que su cuerpo encontraría un contacto mucho más sincero y genuino con quienes le harían la autopsia, abriendo su pecho de par en par, que en comparación a sus clientes que sólo sabían el precio -y no su nombre- para poder manosear sus senos.
Pero en realidad, sabía que se engañaba, sabía que no habría un final esperándola allí afuera, en el pavimento frío e impersonal. Sabía que no lo haría porque, además de no tener el valor necesario, tenía que tener un final más digno que eso, que la calle, que el choque contra el pavimento y la sangre. Si había tenido una vida indigna a lo largo de su existencia, no tenía por qué morir bajo las mismas condiciones de pobreza y desamparo. Algo de honor en ella quedaba, al menos para sí misma. Así que decidió subir más el volumen de la radio, apagar el cigarrillo que casi ya se había consumido, ventilar el cuarto abriendo las ventanas para espantar los fantasmas, sacar las sábanas desde la raíz para lavarlas, botar las cenizas del cenicero en el tacho de la basura, tararear algo incomprensible de la canción, porque ya se estaba acostumbrando a ella -aunque no entendiera ni pito lo que significara- , poner el agua en su justa medida y ponerle el tapón a la tina.
1 comentario:
Tu texto y los detalles a medida que vas narrando permiten genuinamente al lector imaginarse la imagen perfecta de lo que describes...da un efecto de movilidad...
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