lunes, 9 de marzo de 2009

Los Ojos De La Muerte.

Cuando sólo era un niño, pensaba que la muerte tenía vida propia. Que se deslizaba invisible por el cuerpo de alguien, que tocaba al futuro cadáver con sus delgados y fríos dedos, que acariciaba la nuca de quien moriría, hasta dejar surgir su aliento por el cuello. Por supuesto que las víctimas sólo sentirían una volatilización del aire, algo que les produciría un escalofrío inesperado, sin ver a ese ente que se desplazaba alrededor de ellos, invadiendo un rostro, piel y ojos que él envidiaba por ausencia propia. Siempre lo imaginaba con sus cuencas vacías y eternamente negras, aunque igualmente pudiera ver. Por eso es que escapaba de la oscuridad a tan corta edad, pero el gusto adquirido es difícil de sortear, aún a sabiendas del por qué. Siempre hay un quiebre en mí, una fragmentación entre lo obtuso del día y lo incierto de la noche, creo que hasta pienso diferente. Es por eso que odio el atardecer, porque da cuenta de dos aristas irreconciliables de mi persona que lentamente se aíslan una de otra. Sin embargo, hace poco dejó de darme miedo la oscuridad –aunque ahora huya del día-, porque entendí que esperando en la sombra, aguardando dentro de un mausoleo la llegada de la luna, evadiendo al guardia del cementerio, y dejando mi aliento detrás su nuca, soy uno con las cuencas negras de la muerte.

martes, 3 de marzo de 2009