Debajo la cama tengo una caja de zapatos con fotos, anuarios, esquelas y pedazos de las cosas que he vivido. Pero de verdad, esos papeles no convencen a nadie. Las imágenes realmente comprometedoras, que decodifican mi esqueleto, viven sólo en mi mala memoria. Olvido todo lo importante. Y lo que recuerdo siempre es secreto, indecible. Como el día en que el tío-buena-onda tocaba a mi hermana frente a mí y yo no me moví ni reaccioné: escondí la cabeza en la cama del frente y me hice la dormida.
A este error de impresiones sensibles se le suman los flashes recopilados por otros. Retazos que -como collage o antología- arman el rompe-cabezas de mi mundo privado, dejando en duda si en realidad soy yo quién hizo tal o cual escándalo. Siempre tengo la duda de haber dicho algo o inventado otra. Como cuando mi abuela cuenta que -cuando esta floja era una mocosa- no almorzaba con mis compañeritos porque me quedaba llorando y alegando que “la comida tenía pelos”; que tampoco dejaba que ellos se me acercaran, ni tocaran; que me hacían dormir la siesta aislada de mi curso (en la oficina de la directora) porque “todo era muy hediondo”. Supuestamente yo no jugaba con greda, no usaba colafría sino el –en ese entonces- carísimo stickfix, ni me metía dentro de la arena del refalín. Yo sólo comía chocolate con papel y humillaba a Emilio -mi primer vecino y pretendiente- por tener el pelo y la piel oscura. Puntualmente, hacía que me diera su colación, que me empujara en el columpio, que me lustrara los “calpany” con su cotona y una serie de minucias más. Cuando me metía a la piscina lo hacía con el flotador “neumático” de Goodyear y las “alitas”. Mejor prevenir que curar decía el reclame de Bi-alcohol.
Sé que hice echar a más de doce nanas. Escondida detrás de la vitrola de mi abuela, me tomé diez yogurt de frutilla, no “se los había llevado la nana a su casa”. Yo llamaba al fono-horóscopo, no la nana-María. Yo robé un billete de diez mil pesos y enterré tres juegos de llaves en el patio, no la prole de nanas. Es más, ellas nunca me insultaron, pegaron, ni encerraron dentro del baño. Tampoco le habían sacado las cabezas a las barbies, obvio. Mi vida, entonces, giraba entorno a un carrusel de viejas suplantadoras de mamá, viejas que no se sorprendían de que, cuando jugaba con mis vecinos siempre resultara ganadora; y no precisamente por tener buena suerte. Está demás decir que el complejo-tajo-pirata de la cara de mi prima mayor se lo hice yo -con un tarro de Leche Nido; no “la casualidad”. “Pero te queda chori” le dije cuando la vi saliendo del hospital con 6 puntos transversales y muy –hoy por hoy- emo.
Cuando me bañaba en la ducha con mi papá siempre le miraba su cosa. Cuando mi mamá me reprendía por insolente, yo pensaba en su muerte y, antes de que ella perdiera a su tercer hijo, yo rezaba en las noches para que nunca naciera: no quería compartir la pieza ni el amor. En navidad levantaba el teléfono del segundo piso y me hacía pasar por el viejo pascuero con mi hermana. Siempre me gustó el primo de mi papá, por eso me subía en sus piernas y le lanzaba el gato-arañador a su novia. Cuando púber iba a los conciertos de un tío rastafari, ahí me lo tomaba y fumaba todo, no “eran los otros que me dejaban pasado el poleron”. Cuando mis papás se separaron yo sólo pensé en los regalos multiplicados para mis cumpleaños.
Me siento extrañamente feliz en las carnicerías, a pesar de que no aguanto las cirugías televisadas. Para hacer la primera comunión debí confesarme, y como no tenía nada que confesar, mentí sobre mis mentiras y el cura absolvió mis pecados. Los retiros espirituales de mi colegio sólo me sirvieron para llorar la muerte de mi perro, que aún está vivo. Me metí sucesivas veces con un profesor y su anillo de recién-casado. Mis mejores amigos siempre van cambiando, y no es debido a una diferencia de opinión o a una incompatibilidad de caracteres, sino pregúntenle al novio de la que fue mi yunta del colegio. Me alojé varias veces en la casa de una chica que me tocaba mientras dormía. El año nuevo del ‘98 un chascón metalero me desvirgó sin preguntar.
Odio las guaguas. Odio los gatos. Odio los pepinos. Nunca aprendí a hablar-en-serio sin llorar. Mi ‘primer chico’ nunca supo que inauguraba tendencia. Elijo los libros por las tapas. Aún leo mi horóscopo. Canto canciones en inglés que no entiendo. Cuando bebo más de tres vasos de “loquesea” inmediatamente me saco la cresta. Mi rubio no es natural, es russio. Tengo un lunar en el mentón del cual siempre emerge un pelo negro. En las noches me apellido onanista y siempre termino con la boca abierta. Mi mejor amiga aún es virgen. Nunca me han dicho “te amo”. Cuando mis papás estaban juntos contaba las veces en que sonaba el somiére: el promedio era de 50 veces por noche. Mi abuela habla mal de sus hermanas y las hermanas de mi abuela hablan mal de ella. El padre de mis primos perteneció a un grupo nazi y mi familia sólo quiere que (ya) no sea familia.
Soy feliz con unas manos masculinas limpias. Amo que me langueteen las orejas. Mis ex siempre me parecen posibilidad futura: nunca me terminan de gustar. Necesito oler al otro para saber que existe. La felicidad es abrazar al tipo con quien acabas de acabar. No aguanto las personas con aliento a viejo. Cuando amo me escapo y cuando me aman también. Me he enamorado una sola vez. Tres veces he fingido orgasmos. Adrede he dejado ropa en casas ajenas. No me sé mis números de teléfono. Tengo vocación de detective. Antes de dormir tengo que escuchar una canción cebolla; cuando no lo hago tengo pesadillas. Mis pesadillas siempre refieren a que alguien ha muerto y yo corro sin moverme. Mis sueños placenteros siempre son sexuales. Más de alguna vez me he arrepentido de no haberme tirado a ese compañero. Todo-todo hombre que sobrepasa los quince segundos frente a mi ya ha sido imaginado en pelotas.
Disfruto el rencor invertido en palabras. Soy toda consentimiento. Me quiebro con un cariño. No entiendo a las personas que se van sin despedida o aquellas que se inventan fantasmas para vivir. No sé cual es la diferencia entre imaginar y vivir, o recordar y creer. Tampoco sé guardar secretos ajenos. Por su parte, los propios, me cuestan esta mala memoria. Que, mintiendo, no lo es tanto.