domingo, 23 de mayo de 2010

Solos.

El otro día hablé con el diablo, aunque pensándolo bien, no me pareció tan demoniaco como dicen que es. Ya sabes, con los cuernos, el tridente, el fuego y el azufre.

Estaba leyendo un libro en el café donde siempre suelo estar cuando de pronto se acercó. Venía completamente mojado por la lluvia, y con esa expresión de aburrimiento y tedio que tan bien sé reconocer. Me pidió permiso para sentarse y luego se quedó callado un rato. A pesar de su silencio, leía cómo su cuerpo necesitaba decir todas las cosas que había guardado desde quizás cuándo, así que le ofrecí un café que gustoso aceptó. Al cabo de un minuto ya estaba hablando como un perico, así que dejé de leer y comencé a escuchar.

Así se pasó la tarde, y bien intuí que este personaje necesita hablar, vaciarse. Gracias a sus relatos recorrí varias ciudades, pueblos, continentes y mares, incluso me contó un par de secretos que obviamente no divulgaré. Pero el punto que quiero recalcar, es que era un tipo verdaderamente interesante, de esos sujetos que nunca terminas de conocer.

Al caer la tarde me preguntó por qué había aceptado hablar con él, cuando la mayoría de las personas se persigna para luego huir.

- Fácil- le respondí. – No soy Cristiano.

Fue ahí cuando sonrió, y me pareció que era el tipo más solitario del mundo.

Desde ese entonces compartimos buenas charlas, hablamos de libros y películas, y de vez en cuando, al estar en soledad le hablo. Total, sé que él siempre me escucha, donde quiera que esté.

viernes, 9 de abril de 2010

Cuestión de ingesta.

Adriana, desde pequeña, había luchado contra la insatisfacción. Ahora, vieja y sola con sus pensamientos tendía a pedirle perdón a cada persona, animal u objeto que hubiera sido víctima de su pesadumbre, de sus quejas constantes. Empezó por su propio nombre, que le parecía obsceno, plano, sin carácter. Hubiera sinceramente, preferido algo más exótico, como Ariadne, cuyo significado alude a la cercanía con las arañas, arañas de grandes patas al igual que los largos dedos que ella tenía cuando se acercaba a golpear a sus hijos, porque éstos la despertaban cuando estaba muy helado en la pieza. Pero siempre estaba helado, y Adriana nunca pudo huir del frío de su propio corazón, pues era ella misma la primera en reconocer lo egoísta de su ser. Tendía a compararse a menudo con una viuda negra, o como un escorpión hembra, cuyos hijos deben pronto abandonarla, puesto que si no lo hacen serían devorados por la voracidad de la madre. Adriana recordó la primera vez que se sintió, siendo una niña todavía, incómoda con su peso, luego en la adolescencia con su cara, con su talla, con su familia y con su novio, que la seguía a todas partes porque la quería en serio. Era, en efecto, una persona muy disgustada con la vida que le tocaba llevar, aún cuando tenía más comodidades que la mayoría. Ella le echaba la culpa de todo esto a su madre, que era inexpresiva, pero que igualmente siempre terminaba haciendo lo que se proponía, no por esfuerzo, sino por el poder que ostentaba; al fin y al cabo, era ella el origen de toda avaricia y desprecio que se fue implantando en el corazón de Adriana, quien muy tarde se dio cuenta de que todo lo que ella odiaba, lo rechazaba de lo que un día un pecho blanquecino, con piel tersa y pezones hinchados, le ofreció luego de haberla dado a luz.

martes, 23 de marzo de 2010

Roce

El otro día me encontré con Don Palormino, que por esas cosas de la vida eligió vivir a la usanza del siglo XVIII, ya que según lo que me ha comentado en sus escualidas conversaciones (que en realidad son monólogos), prefirió hacerlo debido a que gradualmente fue perdiendo el interés en el mundo moderno porque poco a poco todo su círculo comenzó a fallecer, lo cual aumentó el sinsentido del presente, que de por sí ya carece de dirección. Así va la vida para él, de forma agreste y melancólica, mientras Juanita se esconde del mundo detrás de su puerta y de sus pinturas, que bien podrían estar en uno de esos museos franceses, siendo avaluadas en varios miles de euros, sin embargo, el destino final de aquellos óleos es el de descansar junto a su dueña el día que ésta muera. Con el paso de los años, a Juanita se le fueron aclarando los ojos, y todos dirían que le asienta una mirada clara y azul, empero, no saben que la mujer ha ido perdiendo la vista, aunque eso no la preocupe, pues conoce cada paso, cada milímetro de su hogar, por lo que bien podría cruzar toda su casa a oscuras sin tropezarse, ni siquiera dudar. De vez en cuando la saludo, cuando tiene su puerta abierta, y me pide si es que le puedo comprar un par de cosas. Un kilo de esto, un kilo de lo otro. Han pasado tantos años, y la Juanita siempre me pregunta si es que puedo ayudarla en sus pedidos, mostrando un haz de temor con sus ojos azules y su mejillas arrugadas, temiendo que le diga que no puedo, pero se equivoca.
Mientras unos escapan del mundo, otros se vuelcan hacia él, como Omar, que sale a la calle y toca su organillo esperando que alguien identifique las melodías que de éste emergen, quedándose escuchando por un tiempo la gratuidad de las tonadas, sin embargo, claro está que nadie se detiene, y el pobre hombre sigue a la espera de que algún desconocido tome el mensaje de su nota embotellada y lanzada al mar de la calle.
El caso de Diana, por otro lado, es algo más trágico, ya que es ella misma quien se convierte en su objeto de contacto, su propia botella lanzada -esta vez al océano-, pasando las noches en bares, quedando alcoholizada hasta la sangre, con sus ojos perdidos y enrojecidos, sonriéndoles a todos, pero sabiendo cuán vacía se siente. Cuando llega la mañana y Diana se dirige a su casa, suele escuchar una cancioncilla lejana, creyendo que es su propia borrachera. Mientras camina, es observada por una anciana de ojos azules que se encuentra apostada en su ventanal, a la vez que refuerza la visión que tiene Palormino del mundo.

domingo, 7 de febrero de 2010

Mantis

Lo que pasa entre las parejas siempre es incierto. Estoy seguro que la otra noche Sofía no alcanzó el orgasmo, aún cuando seguí jugueteando con sus genitales después de haber acabado. Claro que no me dijo nada y sólo fingió un largo desenlace, gimiendo y con la boca entreabierta. A pesar de lo anterior, eso no funcionó conmigo, que la conozco desde la adolescencia. Fue esa confianza ganada con el tiempo lo que me motivó a invitarla a salir, hasta que finalmente pude abrazarla en el cine. Todo fue muy típico en ese entonces y lo sigue siendo hoy en día, sin embargo, inquirí si es que había alguna forma en que pudiera obtener tanto placer de mí como yo lo obtengo de ella, es por eso que la otra noche le pregunté qué le gustaría que le hiciera: una nueva postura, más caricias, menos besos, lo que quisiera. Ella repitió esta última frase lentamente antes de confiar. Me dijo que la mordiera en uno de sus brazos, así que eso fue lo que hice. A pesar de mi esfuerzo por realizar una sensual mordida, lamiendo la zona afectada, pidió que lo hiciera con fuerza, para que así brotara algo de sangre. Lo hice, con reticencia y temor, pero accedí finalmente, sólo para ver que ella comenzaba a chuparse el líquido rojo como si fuera la representación del Uróboros. Así pasó el tiempo, y de repente me vi envuelto en nuevas mordidas, arañazos y gotas de sangre, que poco a poco comenzaron a hacerse más necesarias para alcanzar el placer. Una de aquellas noches le pedí que parara, que se detuviera, que no era necesario, que la dañaba demasiado, que era algo que ya no me excitaba. También se lo pedí porque no alcanzaba a cicatrizar cuando era víctima de sus mordidas. En definitiva le pedí que volviéramos a ser los de antes, pero ella, que había controlado todos mis deseos y actos desde la más temprana edad, no dejó que escapara, y me atrapó completamente, como si fuera una feroz mantis que estaba lentamente comiéndose la cabeza de su compañero sin que éste se diera cuenta que estaba ya muerto.