viernes, 26 de septiembre de 2008

P.

Catalina esperaba con fervor un hijo hombre, e insistió tres veces para poder concebir uno. Primero fue Andrea, quien ya no vive en la casa. Se fue hace mucho, alejada por los estudios, por el trabajo y por el rencor que implícitamente le mostraba su madre, ante la frustración de que tuviera que, en ese entonces, compartir la casa con otra vagina. Luego vino Paulina, a quien en su casa, simplemente le decían “P”. El psicólogo de Catalina le había restregado en la cara que ese sobrenombre tenía por origen, el no recordarle el sexo de su pequeña criatura: mujer. Catalina ya estaba cansada de parir y parir. Las condiciones sociales no están para ir regando hijos por el mundo. Aún así, volvió a intentarlo. Su sorpresa fue grande pues esperaba otra vagina que criar, sin embargo, y pese a todos sus auto-presagios de mal augurio, nació Eduardo; sano, colorín como su padre e hiperkinético. Fuera de cansar a la madre, los constantes cuidados que Eduardo provocaba en el resto de la familia, hacían que Catalina expresara a través de sus cuidados, su propia victoria frente a la vida, que mezquinamente le había dado un sólo hijo, también frente a los genes de su esposo, que había conseguido domar dentro de su propio útero para poder dar al fin, un varón.

Catalina, frecuentemente traía a casa juguetes para el niño: robots, puzzles, pistolas y autos eran los preferidos que Catalina solía arrasar en las tiendas para traer a casa y recordar, una vez más, el placer que le originaba el por fin mostrarle al mundo que había dado a luz a un hombre, de sus propias entrañas. Esto también le servía para sentirse más segura, sobretodo cuando su esposo salía en viajes de negocios y ella se quedaba insomne en la cama hasta la madrugada. Pero ahora todo había cambiado. Ahora ella tenía a un hombre de tiempo completo en la casa, para ella, por lo que no había nada que temer. Catalina simplemente no se dio cuenta de que le había puesto a su hijo el mismo nombre que a su marido, y sólo lo notó cuando su mejor amiga se lo comentó, con una expresión de preocupación oculta, expresión de aquella amiga que Catalina advirtió en segundos. Eso habría la puerta de los miedos, y ella no iba a dejar que nadie abriera esa puerta más de lo necesario, más de lo cerrada que estaba. Ella sólo atinó a levantarse del living de su casa, dirigiéndose a su amiga, con total calma, como si estuviera exclamando palabras completamente diferentes, un liso y tranquilo “Te vas de mi casa. No vuelvas”.

Paulina observaba de guata, en su pieza del segundo piso, la escena que dibujaba todos los condicionamientos de su madre. La amiga de toda la vida no tuvo otra opción más que resignarse a abandonar la casa mientras Catalina cerraba lentamente la puerta principal, dirigiéndose rápidamente para jugar con su hijo, que estaba pronto a caminar. Paulina comenzó a sentir envidia de su hermano, pero también un profundo rencor contra su madre. En las noches, siempre fantaseaba con hacerle algo a su hermano, el cual todavía no hablaba, sólo gritaba y babeaba. Se imaginaba empujándolo por las escaleras, o golpeándolo con los mismos juguetes que le compraba su madre. Eso siempre dibujaba una sonrisa en Paulina, pero más que divertimiento, provocaba en ella placer. El placer de matar y de herir a la extensión más querida de su madre era algo peligroso, pero a la vez, también implicaba un destete de ella misma frente a su criadora; el poder decir con actos, “Mira, ya no necesito de ti, puedo hacer lo que quiera, lo que quiera contigo, hasta dañarte” era una posibilidad que barajaría en el futuro. Sus violentas fantasías alimentaban su ira mientras estuviera en la cama, mientras que en la mañana siempre tendía a sentir culpa por todo lo imaginado. Se sentía otra persona, aún a su inmadura edad sabía que algo andaba mal con ella. “La culpa la tiene ella”, tendía a pensar Paulina, mientras se cepillaba los dientes e iba al colegio, para después regresar y ver a su madre jugando con su hermano, durante cada tarde durante el último año en que iría a clases por la tarde. Luego crecería y madrugaría, estaría aún más lejos de su madre que nunca la miraba directamente a los ojos.

Una de esas tardes, cuando Paulina había vuelto frustrada y cansada por un nota en Educación Física (lejos, su ramo preferido), notó algo extraño en su madre, a quien saludó como siempre, mientras ésta preparaba sin mediar palabras la futura once de su hija. Luego se fue y dejó comiendo sola a Paulina. “P., cuando termines, recoge todo, yo ya comí”- le dijo Catalina en la medida que se retiraba. Paulina, sin embargo, no estaba preocupada o triste por las palabras de su madre, sino que estaba extrañada porque no podía escuchar a su hermano, quien a esa hora solía chocar los autos entre sí mientras tiraba lejos los robots que lo tendían a idiotizar. Paulina terminó de comer, de lavar y de recoger de la mesa todos los elementos, e inmediatamente se dirigió a ver a su hermano, pero no pudo avanzar más allá, porque ya lo había visto: Estaba quieto, sentado en uno de los sillones grandes, rodeado de juguetes y con la mirada perdida frente a la pared. Catalina estaba en cuclillas, ordenando los muñecos que estaban en el piso. Paulina se acercó lentamente, e iba a tocar una de las mejillas de su hermano, cuando la mano de Catalina se hizo fuertemente del intento de Paulina. “P., no lo toques, tu hermano está enfermo”. Catalina apretó aún más el brazo de Paulina y esta tuvo que ahogar un grito de dolor. Se alejó de la escena y subió corriendo las escaleras. Cerró su puerta, casi totalmente. Casi, porque observaba, nuevamente de guata, la escena que se dibujaba frente a sus ojos, aunque algo había cambiado.

Ya de noche, cuando Paulina bajó, vio nuevamente a su hermano totalmente quieto, pero más que quieto, era otra la palabra que se cruzaba en la mente de Paulina, una y otra vez hasta que pudo sentirla con la suficiente fuerza para experimentarla en su fuero interno. “Está tiesto”. Catalina ordenaba obsesivamente aquellas cosas que le competían a Eduardo; su alimento, un juguete preferido que el niño rehusaba a abandonar incluso cuando comía, y la propia postura de Eduardo. Lo manejaba como si fuera una marioneta. Paulina notó que a Catalina le costaba cada vez más poder mover las articulaciones de Eduardo debido al rigor mortis. Pero Catalina seguía implacable en su cometido: Lo sentaba mejor, le daba de comer, untaba los fríos labios de Eduardo con una papilla, le acercaba el juguete y finalmente, ella misma se alimentaba, procurando, como siempre, evitar mirar frente a frente a su propia hija, que masticaba una y otra vez el mismo bolo alimenticio. Catalina terminó de comer.

- P., cuando termines, recoge todo y sube a tu pieza, hoy tomamos once más tarde pero mañana lo haremos a la hora de siempre. Tu hermano está cansado y lo iré a acostar.

Para Paulina hubiera sido fácil el haber pronunciado una simple frase, que atravesó enteramente su cabeza: “Pero mamá, si ya está muerto”. La oración se incrustó en el estómago y no salió hasta que una hora después, Paulina, P., tuviera arcadas en su pieza.

Al otro día, Paulina observó la misma escena: Eduardo, rígido, frío, estaba sentado en la mesa, con su juguete preferido, mientras la madre estaba ahí también, sentada y sirviéndole, sin mirar a los ojos a su hija que, sin preguntar nada, se sentaba a comer. Hubo un momento crítico: Catalina pasó a llevar el juguete de Eduardo y trató de ponerlo en su mano, procurando infructuosamente abrir los rígidos dedos de su hijo ahora muerto, mientras se le marcaban las venas de su cara, sin que derramara lágrima alguna. Luego de que claudicó, se tomó la frente con ambas manos. Catalina estaba a punto de ser engullida por la boca de la verdad, pero, una vez más, reaccionó a tiempo para otra actuación más, y siguió hablándole como sólo lo hacen las madres a sus hijos, mientras Paulina era una espectadora lejana de aquella escena, como si viera una foto colgada en una pared.

Catalina iba a comenzar con el mismo discurso de siempre.

-P., cuando termines de comer…

Sin embargo, Paulina estaba decidida a cambiar las cosas.

- Mamá, No soy P., soy Paulina.- Catalina seguía sin cambiar su discurso y había hecho caso omiso de lo que hablaba su hija.

- ¡Mamá!, ¡Eduardo está muerto!. – Apenas terminó de decir esta frase, una mano abierta se incrustó como un látigo en una de sus mejillas. La expresión de su madre, con los ojos abiertos de par en par, la boca fuertemente cerrada indicaba que ella, Catalina, no quería saber la verdad, aún si eso le implicaba vivir una mentira. Pronto el pómulo de Paulina se volvió enteramente rojo, y Catalina recuperó, una vez más, la compostura. Se levantó, lenta y calmadamente, y llevó al niño a otro cuarto, dejando –otra vez- sola a Paulina, pero esta se levantó y la siguió. Aguardó un rato antes de irrumpir y luego fue por su madre, por el destete.

Tomó el juguete preferido de Eduardo que estaba tirado en la cocina, se dirigió a donde se encontraban ambos, madre e hijo, y luego gritó, “Mamá, mira, este es Eduardo”, y lanzó fuertemente aquel auto contra la frente de su hermano quien se desplomó sin chistar en el suelo, sin si quiera cambiar sus rasgos faciales.

A Catalina le hubiera encantado levantarse y una vez más golpear a su hija, aquella otra vagina indecente que se encargaba de hacer añicos su realidad tan esperada, pero eso mismo, el desenmascaramiento de la verdad, hizo que Catalina no tuviera suficientes fuerzas para ponerse de pie y dirigirse a su hija que la había asolado -y a lo mejor vengado- de aquella manera. Ahora estaba siendo totalmente mordida por la rabia de la verdad y no podía reaccionar frente a ella. Sólo rompió en llantos, en aquella habitación que estaba regada de juguetes en el suelo, de un pequeño niño muerto a quien le habían negado su condición de tal, y una niña que nunca había podido mirar directamente a los ojos de su madre, salvo en aquella ocasión.