martes, 24 de junio de 2008

Esos Miedos.

El día está nublado, aún así, partículas de luces traspasan los cúmulos de nimbos y caen sobre todos aquellos que hacen sus vidas; personas, animales, árboles y otros. Es en una nueva casa adquirida, a donde van a parar algunas de éstas partículas de luz. Son Pablo, María y Elena, la hija. Para alguien como Pablo, el poder finalmente obtener un hogar propio, un lugar para él, algo que es de él, es sinónimo de grandilocuencia, de gratitud y de asombro, no sólo para él, sino que para el resto. María tiene un hijo en camino y Elena está celosa por ello. Se le ha explicado minuciosamente que a ella no se la dejará de lado, que el cariño que sienten sus padres por ella no va a mermar, aunque ésta no esté del todo segura. La casa es grande, pintada con un prístino blanco de pared a pared, lo cual le da un efecto de mayor apertura, donde las cortinas –de un tono más opaco- le dan un aspecto de sobriedad y sofisticación al nuevo adquirido hogar. La mudanza, con los ires y venires de muebles y demases no tarda en desaparecer. Ahora el cansancio se ha hecho patente y todos, sentados en la mesa -aún improvisada- conversan, charlan y discuten los próximos movimientos a seguir.

- Hija, ¿Has visto el juego de toallas que compré hace poco?, no lo he encontrado entre mis cosas.

- No sé papá, yo subí algunas de mis cosas y el tío Rodrigo me ayudó con el resto, no vi tus toallas.

- Amor, que eres descuidado, deben estar todavía en la maleta, yo te dije que me faltaban cosas por desempacar de ahí pero parece que no me escuchaste; luego vamos a dar vuelta esa maleta para dejar ordenado de una vez por todas ésta casa.

- Mami, pero faltan mis cosas.

- Sí sé, Eli, pero mañana lo haremos cuando tengamos más tiempo, ya es tarde y tenemos que descansar, tu papá y yo mañana trabajamos, aunque nos hayamos cambiado de casa.

- ¡Pero mami!.

- Hija, mañana vamos a ordenar todas tus cosas y te prometo que van a quedar muy bien ordenadas, ¿de acuerdo?

- Bueno…

- Amor, termina de comer tu comida, después te va a dar hambre.

- Pero papá, es que comí mientras venía en la camioneta del tío.

- Ah, ya, bueno, en ese caso, deja tus cosas en el lavaplatos.

Elena dejó rápidamente su tazón con forma de dinosaurio, su plato y sus servicios en el lavaplatos, le dio un beso a su papá y partió corriendo a (re)conocer su nueva pieza.

- ¿Y sigue enojada conmigo?

- No te preocupes, ya se le pasará.

- Bueno, contigo no hay enojo, encima yo soy la preñada y la saco doble.

- Bueno, es que entre madres e hijas siempre hay una suerte de alejamiento, pero ya se pondrá de mejor ánimo cuando mañana ordenen su pieza. Y no digas preñada, me carga esa palabra

- Por ahora, yo lo único que quiero es ir a la cama, estoy hecha un estropajo.

La casa era grande y las piezas también. De pronto se dieron cuenta de que era una familia muy pequeña para una casa de esa envergadura. Aunque sabían que pronto la familia se agrandaría, y con ello, los silencios se harían cada vez más pequeños. Ellos, en la cama, comparten la sensación de que cuando eran sólo dos (siendo uno), podían pasar largos períodos acurrucados, uno frente al otro, en silencio total, mientras sus miradas se encontraban en perfecta armonía. Eso cambió cuando nació Elena. Pablo recuerda que le disgustó la decisión de María, el ponerle ese nombre.

- Elena suena un poco brusco, ¿No crees?

- Quiero que mi hija sea alguien fuerte, con entereza. Quiero que ella pueda con su vida sola.

- Bueno, pero recuerda que vas a tener a una niña, no a una adulta, además no me agrada mucho el nombre ese, ¿Por qué no otro algo más agradable?

- Ya te dije que no lo cambiaré, y en esto no voy a negociar, Pablo. Ella sin duda que no va a heredar mis circunstancias, pero quiero que aún así, sea una niña que sepa defenderse del resto.

- Pensé que ya habías olvidado ese tema, pero parece que no, ¿No te sirvió de nada la terapia?

- Con la terapia uno no olvida, Pablo, uno mejora. (…)

-

- De todos modos, quiero ese nombre para ella. Siempre he tenido la sensación de que en mi vientre, en mi interior, llevo a la criatura más fuerte del mundo, aún así, es mi propia inseguridad la que hace que quiera ponerle ese nombre, no quiero que pase por lo que yo viví, porque aunque ya es algo superado, todavía quedan huellas de esto. Lo que soy, lo que fui, yo fui en ello una parte importante de mí misma, pero no espero que comprendas, sólo quiero que sepas que para mi, Elena ya es Elena.

- Supongo que ya no vamos a discutir esto, pero igualmente tenemos que llegar a un punto de acuerdo. ¿Podemos decirle Eli?, ¿Cuándo sea más grande y corretee por las habitaciones?, ¿Podemos?.

- Sabes que sí, sabes que no te voy a decir que no en eso…

Son casi las once de la noche, y en la pared el reloj con forma de gato Félix sigue moviéndose sin cesar. Elena está con pijama, arriba de su cama, con la puerta entre abierta, al igual que su corazón. Espera que sus miedos, hoy, no la arrollen como para salir corriendo y pedir a gritos la ayuda de sus padres, espera que, mientras se acuesta bajo las sábanas y se pone cómoda para dormir, no la despierte de súbito una impresión que siempre

tiene en las noches, sobretodo cuando cierra los ojos y se dispone finalmente a dormir. Finalmente lo logra y sueña que está en el jurásico rodeada de dinosaurios amistosos que sólo quieren jugar con ella.

En la mañana no hay tiempo para recordar los sueños, sólo hay que levantarse (sin quejarse), irse a duchar y vestirse, después de todo, ella ya es una niña grande y sabe (o debería saber) cuidarse sola, sobretodo en ese tipo de menesteres. Cuando finalmente baja su café ya está humeando y su padre ya se ha ido.

- Te demoraste Elena, toma tu café mientras te tuesto pan, enseguida te lo sirvo, ¿Con qué lo quieres?

- Con mermelada de mora.

- No queda

- Eh…

- ¿Con qué otra cosa amor?

- Eh…

- ¡Rápido Elena!, no tengo todo el día.

- Mantequilla

- Ya, ¿los dos?

- Sí, pod favor.

- Hay Elena, ya estás grande para que andes diciendo mal las palabras, toma, aquí están tus tostadas, y en menos de diez minutos te quiero lista para el colegio. Voy a buscar mi bolso y nos vamos.

María, casi corriendo, fue a la habitación matrimonial a buscar su cartera, mientras Elena se servía el desayuno. La habitación matrimonial no es visible desde el comedor que está al medio de la casa, rodeado de muros perfectamente blancos. Elena cree que su madre ya encontró su bolso, por lo que se apresura a tomar el último sorbo de su café, toma su taza de dinosaurio, su servicio y su plato de pan, y rápidamente lo deja todo en el lavaplatos. Se da vuelta, esperando encontrar a su madre, pero no hay nadie en la cocina, quizás su madre volvió a la habitación a buscar algún documento. Elena no se sorprende y va a buscar a la sala principal su mochila y su chaqueta. La madre, casi en un estado neurótico, sigue buscando el bolso que tanta falta le hace.

- Tú padre lo debe haber sacado de donde lo tenía, ¡hay este hombre que siempre me desordena todo!, algún día me va a volver loca.

Elena escucha las quejas de su madre, mientras espera que de con su famosa cartera. El resultado de todo esto es que llegan quince minutos tarde. Ambas.

- Te digo que no te he movido tu cartera de donde la dejaste ayer.

- Pero si hoy no la pude encontrar, el jefe casi me asesina con la mirada, para la otra avísame si necesitas algo, pues.

- Pero María, te digo que no he sacado nada de tu bolso, estaba encima de las maletas la última vez que lo vi, ¿Dónde lo pillaste?

- Estaba ya guardado en la repisa. Bueno, de todos modos, me aseguraré de que mañana esto no nos vuelva a ocurrir, ¿Quieres más pan, Elena?.

Elena niega con la cabeza, toma su servicio, su taza, su plato, lo deja en el lavaplatos y se va a su pieza sin chistar una sola palabra.

- Ahora falta que nos de un portazo no más. Menos mal que tiene nueve, ya a los quince me va a levantar la mano.

- No seas así, no creo que a la niña le guste vernos pelear, y por leseras además, no tiene sentido.

- Supongo que para ti, que no usas cartera, no tendrá ningún sentido. Llegué quince minutos tarde, Pablo, y ya sabes que eso es mucho.

- Bueno, bueno, no te niego eso, pero para la otra no me eches la culpa por todo. Mañana deja tu cartera en la repisa, no sé, da igual, con tal de que la encuentres.

- No hace falta que me lo digas.

Al otro día, la misma escena se vuelve a repetir. El mismo retraso de quince minutos. Un nuevo sermón del jefe. La misma apatía en la once, pero aumentada. La misma búsqueda de responsables, la misma taza de dinosaurio puesta en el lavaplatos, nuevos gritos que llenan la casa, la misma Elena que escucha detrás de la puerta, el mismo miedo de dormir, de cerrar los ojos. Parece que ésta vez lo logra.

Al otro día, todos en la casa no hilvanan frases, para Elena es como si las bocas de sus padres estuvieran cocidas por dentro y les negaran la afluencia de palabras. Todos fijan la mirada, por largos segundos, en cosas mundanas: el pan, la televisión, el café humeante. Elena entiende la regla principal y se arrima a ella. No hablar. María batalla con la idea de hacerse de un cigarro, de prenderlo mientras llena la tina con agua tibia y de sumergirse en ella, pero es algo que no le hará bien al bebé. Hoy no puede fumar. Hoy no puede hablar. Hoy tampoco va a llorar. Es un día de restricciones y de miradas constantes hacia el piso, miradas que también se dirigían a un piso lustroso mientras su jefe directo la retaba frente a sus colegas. Algo dentro de ella, que no es el bebé está intentando salir. Pero ese algo no la hace sentir bien.

Son la una, y Elena pudo controlarse lo suficiente como para conciliar el sueño, sin embargo, algo acaba de despertarla de un sobresalto. Es su padre que le avisa que su madre no se siente bien, por lo que irán al doctor.

- ¿Puedo ir?

- No hija, estás en pijama y nosotros nos vamos ahora mismo, volveremos en cuanto pueda, cualquier cosa, ya sabes llamar a mi celular.

- Pero…

- Hija, me tengo que ir, vuelvo en cuanto pueda.

Por la ventana Elena miraba como la camioneta se marchaba con su padre y su madre, quien se tomaba su estómago con ademán de dolor. En su interior algo estaba mal, y también en el interior de Elena había algo: una entelequia mustia y desagradable que la tomaba por sorpresa, pero frente a lo cual luchaba para que ésta no saliera a flote. Quizás era ese malestar que la acosaba cuando intentaba conciliar el sueño, ese temor que tenía al cerrar los ojos, era el miedo a perder control de sus acciones. A lo mejor era rabia por la forma de actuar de su madre. En el fondo, ella seguía siendo una niñita que quería ser tratada como tal, y su madre no estaba cumpliendo aquello. Quizás era que su padre fuera demasiado blando con María, como si ella se mereciera un castigo. A lo mejor sentía envidia de ese hermanito que todavía no nacía, opciones que, al tragar su propia saliva, también ingirió sin dudar. La noche estaba helada y Elena se acurrucaba entre las sábanas, despierta, hasta que llegó la camioneta. Sintió el ruido de la llave metiéndose en la cerradura, pero sólo sintió el paso de su padre, que cansado, se dirigía a la cama. Ella no quiso bajar, supuso que su madre estaba mal si es que no había vuelto, y eso, el que ella no volviera, no supo codificar como algo bueno o como algo malo. Sintió culpa de no tener culpa: Por hacer que su madre se demore en llegar a su trabajo por ir a dejarla al colegio, por hacerle el pan con mermelada de mora (cuando había) antes que a ella misma, o porque su madre se da el trabajo diario de lavarle su tazón preferido, ese que tiene forma de dinosaurio.

Al otro día, en la tarde, padre e hija exhibían unas portentosas ojeras. Llamaron del hospital, y Pablo se dirigió inmediatamente hacia este, dejando a Elena sola, acompañada de su tazón y sus tostadas. No tardó en volver con María, quien le dio un abrazo a Elena mientras ésta se lo devolvía. Pero algo en el interior de Elena no encajaba dentro de todo ese puzzle familiar. Una parte de ella se alegraba de ver de nuevo a su madre, y otra parte de ella estaba apunto de resignarse a la idea de no desear que su madre volviera. Estuvo a punto de dibujar una mueca en su rostro cuando vio la figura de su madre traspasar las blancas paredes de la cocina, pero la disimuló, y muy bien.

De noche, Ya acostada, intentando conciliar el sueño como lo suele hacer ella, Elena se aferra a la idea de que son sólo sus miedos internos los que le juegan una mala pasada. Ya es tarde y todavía no está durmiendo. Sabe que hoy no pudo lograrlo porque ya es demasiado tarde, literalmente. Sabe que hoy pasará algo más. Elena hace un último esfuerzo y se concentra en no pensar en nada, en no pensar en nada, en no pensar…

Pero despierta, y ésta vez no es su padre quien la ha molestado. No es algún quejido de la madre. No es ninguna cosa que haya conocido. Es algo que se está moviendo lentamente, dentro de la habitación. Elena por nada del mundo quiere abrir sus ojos, y se autoconvence de que es sólo un sueño, y casi cae en su propio engaño, cuando el ruido se hace más fuerte y ella casi salta del susto. Entonces toma de improviso toda las frazadas y el cobertor, y lo eleva hasta el punto de dejar sólo un par de ojos asustados, que intentan en la penumbra de la noche identificar cuál es el origen del sonido. Pero no lo logra. Está a punto de gritar, pero aún así, se resiste. Tiene que ser fuerte como se lo recalca su madre, y debe ser valiente como su propio nombre. El ruido no deja de cesar, y sus ojos, abiertos a más no poder, están al borde del colapso. Una parte de ella no quiere ver ni escuchar, pero otra parte de ella sabe que su intento, el de dormir, ha fracasado, y que ahora debe pagar el precio por ello. Pero no distingue nada en la oscuridad, aunque el ruido es algo permanente y arrastrado, hasta que distingue algo moviéndose lentamente, al lado de su cama, en la esquina de la habitación, el ruido proviene de una mano con largas uñas que se arrastran sobre la pared, y Elena entonces grita sin parar.

Hoy María está frustrada y cansada. Pero aún más frustrada. Sus síntomas de pérdida sólo fueron eso, síntomas. Su cansancio se eleva al cuadrado cuando debe levantarse. Hoy casi no hay fuerzas para ello, hasta que encuentra un motor que la impulsa a bajarse de la cama: Elena. Ya en el auto, intenta conversar, según lo entiende ella.

- Hija, ya estás grande para que le tengas miedo al cuco.

-

- Yo a tu edad, tenía que hacer miles de cosas en el día, por eso en la noche estaba ya durmiendo como un lirón, ¿Te gustaría hacer alguna cosa extra escolar, por ejemplo?.

-

- Yo sé que es difícil que lo entiendas, pero eres la hija mayor, pronto tendrás un hermanito con quien jugar y cuidar, yo misma te puedo enseñar a hacer las mismas cosas que te hacía a ti cuando eras más chica, ¿te gustaría aprender eso, cierto?.

-

- ¡Elena, háblame!.

María alcanza a frenar de improviso, estuvo a punto de soslayar el semáforo que estaba en rojo, y con ello, estuvo a punto de enfrentarse a una fila de autos presurosos que pasaban frente a ella. Aún con el frío invernal, una ola de rabia inundó su cuerpo.

- ¿¡Qué pasa que no me hablas!?. ¿Qué quieres conseguir con esto?, Elena, ¡Respóndeme de una vez!.

María clava una mirada de sincero odio hacia su primogénita.

- Lo que pasa, Mamá, ¡es que tú tienes la culpa de todo!, ¡Tú tienes la culpa!.

- ¿¡Qué?!, ¿Pero de qué?.

- Tú me despertaste, ya no quiero hablar, no quiero ver, ¡y no te quiero escuchar!.

Elena golpea con la fuerza suficiente como para que se abra la guantera.

- Mocosa insolente, ¡Te bajas del auto ahora mismo!, si tienes edad para hablarme de ese modo, ¡entonces tienes edad para irte sola a la escuela!.

Elena se baja del auto sin decir palabra alguna, sigue estoicamente su camino unas dos cuadras más allá y entra al colegio como si nada hubiera pasado. María está con las lágrimas todavía dentro de los ojos observando que a su hija no le pase nada aunque haya sido ella quien la hechó del auto. Mientras sigue conduciendo a su trabajo, no puede evitar sentir que fracasó, no sólo como una madre innecesariamente estricta, sino que también como alguien frente a la vida. Sí, a la edad de Elena, ella era quien cuidaba a sus hermanos menores, era ella quien quedaba exhausta luego de lavar la ropa, tenderla, planchar, ir al colegio, acostar a su ebrio padre, hacer las tareas y comenzar el día siguiente. Pero era ella quien, años más tarde, tuvo la imperiosa necesidad de no apagar la luz, aún de noche, por miedo a lo desconocido. Más tarde conoció a Pablo y todo lo que había sido cuesta arriba se hizo rotundamente horizontal, incluso pudo tratar, muy posteriormente ese miedo tan infantil, tan irracional, que siempre la amedrentaba, que la hacía alguien débil. Ella no quería lo mismo para su hija, y se empeñó, desde el mismo nombre, en procurar que así fuera, es por eso que este episodio, el grito y los llantos le recordaran quién fue ella alguna vez, y no puede evitar -como Elena- sentirse tan pequeña en un mundo tan grande.

Ya en la mesa, a la hora de once, María trata de ser más amable, previamente le ha comprado a Elena un pastel y le ha contado todo a Pablo, quien no ha dudado ni por un solo momento apoyarla, y quererla. María casi no puede resistirse a la necesidad de hablar, contando como le está yendo en su trabajo, lo rico del pastel, instando a que Elena lo coma, mientras le toma la mano a Pablo. Elena comienza a hablar, y eso es un signo de que las cosas marcharán, de ahora en adelante, mejor. A Pablo le gustaría tener una cámara a mano para poder inmortalizar que ellas, las dos mujeres más importantes de su mundo, están conociéndose y llevándose bien. Tuvo la fantasía de ver esto en retrospectiva cuando hubieran pasado treinta años, siendo él un viejo simpático y canoso, pero la once ya ha acabado y María se levanta para lavar los platos, mientras Elena ve algo de tele recién instalada. Pablo comienza a revisar en el computador de la sala adyacente correos de su trabajo. De pronto escucha un fuerte ruido. El tazón con forma de dinosaurio se ha quebrado. María maldice con toda su voz interna ese momento, y no quiere darse vuelta para dar explicaciones que sabe que no puede dar. Pero Elena se adelanta y le dice “no te preocupes mamá, ya soy grande”, a lo que sube las escaleras que la llevarán a su cuarto mientras su madre queda estupefacta. Pronto será la hora de dormir, pero Elena ya no tiene miedo. Ahora todo quedará claro, la pregunta es ¿Podrá soportarlo?.

Sabe que podrá conciliar el sueño, pero también sabe que se despertará. Lo hace cuando el reloj del Gato Félix marca las cuatro de la madrugada en punto. El ruido que aquella noche la despertó también está presente, pero ella todavía no quiere abrir los ojos, sólo lo hará cuando esté lista. El ruido persiste y de una vez por todas, Elena abre sus ojos. Está aquel brazo con uñas largas, hurgando en unas paredes que ahora, no son blancas, sino que son las de su antigua casa, una casa que ya está sin los muebles.

- Oiga sobrina, y ¿Es lejos la casa a dónde ustedes se mudan cierto?.

- Sí, más o menos.

Elena desconfía porfiadamente de este hombre, a pesar de que sus padres insisten en que es una persona de confianza.

- oiga, pero no sea tan pesada con su tío, ¿Por qué no viene a jugar conmigo?

- No tengo ganas de jugar tío, estoy esperando a mis papás.

- Pero si mi hermana se va a demorar en llegar, además debe estar inaugurando la casa con su flamante esposo, si sabes a lo que me refiero, bueno, después de todo eres una niña y no sabes a lo que me refiero; pero yo puedo enseñarte…

Fue entonces cuando uno de esos brazos la buscó para hacerse de ella, para enfrentar su mano con sus largas uñas en sus carnes, y, que a pesar de lo doloroso y urgente de la situación, ni su padre ni su madre estaban ahí para poder ayudarla mientras sentía como esas garras con uñas sucias se incrustaban y le sacaban un hilo de sangre, mientras culpaba a su padre por dejarla sola, y a su madre porque a pesar de ser alguien grande era incapaz de conocer a su hermano tal cual era. En efecto, era ella, su madre, la culpable de que ahora estuviera reviviendo todo esto, el fantasma de un inmundo momento que se resistía a desaparecer, una verdad mórbida y caprichosa que se había presentado como un susurro mientras su madre buscaba una cartera que había olvidado poner en algún lugar adecuado, una verdad que, como el peso de una casa antigua, se sepultaba en el cuerpo de una niña de nueve años, que al no levantarse para ir al colegio, era sorprendida por su madre, aún en la cama, torcida y aplastada por el peso enorme de la verdad rebelada, condenada a revivir una y otra vez aquellas garras llenas de suciedad dentro de ella.

martes, 17 de junio de 2008

Polos.

Me faltan ideas. Me faltan palabras. Me faltan memorias, retazos. Me falta el tiempo, me faltan las horas, me faltan manos, pies y manos de nuevo. Me faltan discursos. Me falta lluvia con calle. Me faltan ansias, me faltan fuerzas, fuerzas. Me falta valor, me falta espacio, me falta mente, cerebro, neuronas. Me falta aire -asertividad-. Me faltan sueños e interpretaciones. Me faltan silencios (ajenos) y voces (propias). Me falta. Me sigue faltando. Me faltan (miles de) faltas. Me falta confianza, me falta sueño, me falta gente (?). Me falta pedir perdón. Me falta perdonar. Me faltan lecturas, me falta poner primera. Me faltan pilas. Me falta ketchup. Me falta ánimo de vez en cuando.
Me sobran enojos y desbordes. Me sobran caras. Me sobran miedos, incertidumbres. Me sobran ignorancias. Me sobran idioteces (propias y ajenas). Me sobran complejos. Me sobran frustraciones y arranques (Puta la wea). Sobran sobras. Sobran faltas. Sobran culpas. Sobran necesidades aunque sobren intenciones.
Sobra agua, que salpica mientras cae al piso cuando vuelvo al comienzo de cada día después de dejar de soñar.