Recién vengo a darme por aludido que en la semana santa no se come carne, y es por eso que todos mis llamados telefónicos a “La cabaña”, al “Coco sándwich” y a otros tantos, no han dado resultado, y que, probablemente tenga que salir al portal para comprar algo para cocinar, o comer ahí mismo, si mi ansiedad social así lo permite. Esto no habría pasado hace un par de años atrás. No me refiero a llamar por teléfono para pedir un sándwich. Siempre me ha gustado la comida chatarra; sino lo otro, el saber que estamos en semana santa, y que, independiente de que toda la gente se agolpe en las iglesias, o el saber que, sólo los partidos de fútbol o el alza de precios en los pescados y mariscos le hacen la competencia a las noticias relacionadas con el clero imperante acá en Chile, al comentario del Padre de turno, etc., me hacen sentir que el tiempo a veces pasa muy rápido, a veces en vano, otras veces no. Hace dos días que no me afeito, y es extraño. Me siento como si fuera más adulto y eso mismo hace que me parezca aterradora la idea de salir a la calle o más aún, de ir así a la U. Es extraño esto de poner la mano en el mentón –como siempre lo hago- y encontrarse con un grupo de incipientes pelitos que acusan que estás en plena adultez joven. Bueno, yo no creo que sea un adulto, ni un adulto joven, pero eso es ya muy subjetivo; en realidad casi todo lo es. Pero lo más, lo más que he experimentado, es que hace más de treinta horas que no veo a ninguna persona, ninguna. O sea sí, típico que he hablado con un par de personas por el Messenger y nos reímos y hablamos de otras cosas más serias, pero no es lo mismo tener a alguien frente a ti, no hay punto de comparación. De repente –casi siempre- me sentí como un ermitaño, y ahora sólo me falta reemplazar ésta casa en una caverna y estaría listo todo el rato. Pero no sé si el aislamiento sea bueno, para cualquiera. Ya es distinto sentirse uno solo y a lo sumo acompañado de sus propios pensamientos, además de la pseudo-barba-y-bigotes, no por una cosa ególatra, no por decir “mírenme, soy todo un lobo estepario”, sino que, esas cosas, la soledad –y sobretodo la barba- hacen que uno sea más consciente del paso del tiempo, de que a veces me río a carcajadas porque escucho una canción como la que escuché de “Niña con frenillos” (se las recomiendo, como a Valentina Fel) y no hay nadie ahí para escucharme, entonces no existo. O existo en mí mismo. Supongo que tendré que salir a comprar algo, pero después de ducharme. Y de afeitarme.
sábado, 22 de marzo de 2008
El tiempo santo. O santo tiempo.
Recién vengo a darme por aludido que en la semana santa no se come carne, y es por eso que todos mis llamados telefónicos a “La cabaña”, al “Coco sándwich” y a otros tantos, no han dado resultado, y que, probablemente tenga que salir al portal para comprar algo para cocinar, o comer ahí mismo, si mi ansiedad social así lo permite. Esto no habría pasado hace un par de años atrás. No me refiero a llamar por teléfono para pedir un sándwich. Siempre me ha gustado la comida chatarra; sino lo otro, el saber que estamos en semana santa, y que, independiente de que toda la gente se agolpe en las iglesias, o el saber que, sólo los partidos de fútbol o el alza de precios en los pescados y mariscos le hacen la competencia a las noticias relacionadas con el clero imperante acá en Chile, al comentario del Padre de turno, etc., me hacen sentir que el tiempo a veces pasa muy rápido, a veces en vano, otras veces no. Hace dos días que no me afeito, y es extraño. Me siento como si fuera más adulto y eso mismo hace que me parezca aterradora la idea de salir a la calle o más aún, de ir así a la U. Es extraño esto de poner la mano en el mentón –como siempre lo hago- y encontrarse con un grupo de incipientes pelitos que acusan que estás en plena adultez joven. Bueno, yo no creo que sea un adulto, ni un adulto joven, pero eso es ya muy subjetivo; en realidad casi todo lo es. Pero lo más, lo más que he experimentado, es que hace más de treinta horas que no veo a ninguna persona, ninguna. O sea sí, típico que he hablado con un par de personas por el Messenger y nos reímos y hablamos de otras cosas más serias, pero no es lo mismo tener a alguien frente a ti, no hay punto de comparación. De repente –casi siempre- me sentí como un ermitaño, y ahora sólo me falta reemplazar ésta casa en una caverna y estaría listo todo el rato. Pero no sé si el aislamiento sea bueno, para cualquiera. Ya es distinto sentirse uno solo y a lo sumo acompañado de sus propios pensamientos, además de la pseudo-barba-y-bigotes, no por una cosa ególatra, no por decir “mírenme, soy todo un lobo estepario”, sino que, esas cosas, la soledad –y sobretodo la barba- hacen que uno sea más consciente del paso del tiempo, de que a veces me río a carcajadas porque escucho una canción como la que escuché de “Niña con frenillos” (se las recomiendo, como a Valentina Fel) y no hay nadie ahí para escucharme, entonces no existo. O existo en mí mismo. Supongo que tendré que salir a comprar algo, pero después de ducharme. Y de afeitarme.
jueves, 20 de marzo de 2008
Fantasmas.
La radio estaba prendida y de ella emergía una canción en idioma francés que no podía comprender, aunque le resultaba agradable, relajante, casi placentero. Pero aquel cuerpo ya no podía concebir placer alguno, ni siquiera en lo recóndito de su interior podía albergar la fantasía –y la esperanza- de ser una persona feliz. Hacía mucho tiempo que su alma había sido desprovista de la inocencia, sobretodo cuando aquel tío cercano a la familia, y por sobretodo muy buena onda, le comenzaba a hacer cariños que iban desde la rodilla hasta más allá de su ombligo, apretando con su dedo índice sus regiones íntimas y todavía no totalmente conocidas -y exploradas- por ella, todavía una niña. Recuerda el tío, con sus labios apretados y sus ojos más grandes de lo normal, repitiéndole que no se lo dijera a nadie, porque nadie le creería. Pero de súbito, procuró enterrar lo que estaba emergiendo de su interior, y aunque fue muy buena al desvincularse de su recuerdo, un intento de lágrima corrió por una de sus mejillas, lágrima que se extinguió en cuanto comenzaba a hacerse fuertemente patente su recuerdo en su fuero interno. Decidió entonces levantarse, así como estaba: desnuda, con su negro pubis como un espectador más que reconocía cada rincón de la habitación además del catre, cuyas sábanas son de color blanco percudido. Caminó hacia el balcón, con sus fantasmas del pasado acompañándola por su derecha, mientras que sus miserias del presente la acompañaban por la izquierda, haciéndose, sin embargo, aún más patentes en su propio cuerpo, porque aunque los clientes procuraban usar condón -nadie quería pagar más plata por no usarlo, cobraba caro por eso- era imposible no tener recuerdos viscosos de las visitas que se apiñaron en su cuerpo en cuanto comenzó con su trabajo a las doce de la noche en punto. Pero eso ya no le importaba, en realidad lo que quería era sentir un poco de aire puro, algo que le recordara sus días en que no se sentía apuñalada por una daga que se ensartaba contra ella, pero que finalmente nunca la aniquilaba. Miró desde la imitación de terraza hacia el suelo, y se tentó absurdamente con la idea de lanzarse así sin más. Le resultaba casi placentero el salir de su propia vida y el poner en aprietos a muchas personas desconocidas: Poner a mover a los forenses, a los policías con sus cintas amarillas, a la gente que pararía a lo sumo unos diez minutos de sus actividades programadas para poder ver algo de ella, algún periodista despistado; algo dejaría ahí en su cuerpo, como un recuerdo imperecedero, algo que ella no se llevaría allí donde estuviera después. Ahora lo que más desprecia es su cuerpo, pero es éste mismo y el buen catre de cuatro patas cojas el que le da el dinero necesario para comer, para pagar el agua con la cual puede llenar la bañera y finalmente, sacarse las gotas de sudor que no son suyas, aunque sabe que esto es como si alimentara un espiral eterno del cual nunca podrá salir. Le resultó extraña la idea de que su cuerpo encontraría un contacto mucho más sincero y genuino con quienes le harían la autopsia, abriendo su pecho de par en par, que en comparación a sus clientes que sólo sabían el precio -y no su nombre- para poder manosear sus senos.
Pero en realidad, sabía que se engañaba, sabía que no habría un final esperándola allí afuera, en el pavimento frío e impersonal. Sabía que no lo haría porque, además de no tener el valor necesario, tenía que tener un final más digno que eso, que la calle, que el choque contra el pavimento y la sangre. Si había tenido una vida indigna a lo largo de su existencia, no tenía por qué morir bajo las mismas condiciones de pobreza y desamparo. Algo de honor en ella quedaba, al menos para sí misma. Así que decidió subir más el volumen de la radio, apagar el cigarrillo que casi ya se había consumido, ventilar el cuarto abriendo las ventanas para espantar los fantasmas, sacar las sábanas desde la raíz para lavarlas, botar las cenizas del cenicero en el tacho de la basura, tararear algo incomprensible de la canción, porque ya se estaba acostumbrando a ella -aunque no entendiera ni pito lo que significara- , poner el agua en su justa medida y ponerle el tapón a la tina.
lunes, 17 de marzo de 2008
Páramo.
viernes, 7 de marzo de 2008
Imagínatelo.
domingo, 2 de marzo de 2008
Recogiendo Diablos.
A Cecilia, la serpiente, quien nunca leerá esto.
La recogimos cuando todavía era pequeña. Todavía no sabía hablar, pero vaya que sabía caminar, y rápido. A veces se nos perdía y todos salíamos a buscarla. Tenía algo en sus ojos que hacia quererla, pero a la vez, resguardarse de ese futuro cariño que carcomería a quien estuviera cerca. Tenía costumbres extrañas que hacían pensar en una futura devolución a alguna casa de acogida. Pero nunca fuimos desconsiderados con ella. Se nos perdía en el patio siempre después de la cena, de la once. Cuando creció se hizo voluptuosa y pronto captó que esos rasgos eran artimañas efectivas para poder conseguir lo que deseaba, especialmente con hombres mayores que ella. Sus ojos eran azabaches y profundos. Un día la encontraron con una faja en el estómago y desde ese entonces supimos, a ciencia cierta, que nos traería problemas, no por ella en sí misma, sino por las desgracias que daría a nuestras vidas íntimas, que pretendían estar lejos de su ya elaborada presencia, y que sin embargo, nos rondaba siempre. No era hermana de sangre, así que era más fácil desprenderse de ella, pero su astucia de lince acaparaba siempre aquellos rincones de las personas que son más vulnerables y sensibles. Se arrancaba de la casa, se le daba por perdida y luego llegaba, se independizaba violentamente de quienes le habían dado techo y comida. Pronto el resto de la cuadra empezó a hablar de ella. No faltaban aquellas que aseguraban que ésta pequeña mujer-puta se había insinuado o ya metido con sus maridos, y la verdad es que uno estaba más del lado de esas mujeres que del lado del beneficio de la duda. Fue una de las primeras niñas en la ciudad de ser bautizada con el diagnóstico “mutismo selectivo”, pero había algo más en ella que preocupaba, hasta el punto de atemorizar y retratar en fantasías oníricas lo que ella era capaz de hacer. Los viejos soñaban con sus pechos desnudos y firmes, mientras que su familia era incapaz de ejercer control sobre ese ente que ahora, en la plenitud de la vida, se esforzaba cada día en ser más diabólica. Llegó una noche en que negando sus impulsos hormonales (y sexuales), la madre le negó una salida nocturna. Su esposo estaba de guardia y no había nadie más en la casa. La diabla rompió en gritos y acto seguido, subió las escaleras para encerrarse en su pieza. La mujer, abajo, comenzó a preparar la mesa, porque pronto llegaría él con tanta hambre como deseo carnal, así que raudamente traía desde la cocina platos, tazones, servilletas, mientras una silueta oscura pasaba detrás de ella sin ser detectada. En su niñez y en las noches, también se perdía, brotaba de las sabanas como si fuera una serpiente, y, bajando las escaleras en puntillas, en silencio, como una mortal anaconda, abría la puerta del patio que estaba con llave, se perdía en este, que estaba repleto de árboles frutales, sembradío, y un lugar habilitado precariamente para las gallinas y los patos. Ni supo la dueña de casa cuando ya estaba en el suelo tirada, ahogándose con su propia sangre, mientras sentía un dolor punzante que permanecía incrustado en su cabeza, por detrás de los ojos. No supo como consiguió la fuerza para arrastrarse por el piso y gritar por el patio algo de ayuda, pero era demasiado tarde porque la diabla ya la había recogido por las piernas, mientras la llevaba hacia la cocina, mientras su madre adoptiva corroía el piso con sus uñas, dejando una fina, pero firme línea de sangre a través de su recorrido, el último camino hacia la cocina sobre la cual pasó tantas temporadas cocinando para ella y su familia. Sabía que allí la engendra se haría de un cuchillo (si es que) para comenzar su cometido, su inherente necesidad que tantas veces la familia calló. Llegó con costumbres curiosas, por no decir tenebrosas. Ella no iba al baño, robaba tiestos de la cocina e iba al patio, buscando un rincón detrás de un árbol para luego cagar encima del tarro, que guardaba celosamente por unos días hasta que alguien lo sacaba de improvisto para botarlo. La razón de que guardara el tarro lleno de mierda era que, por las noches, al salir de la casa, entraba al gallinero, agarraba a un ave por las patas, la azotaba hasta que se le rompiera el cuello, el cráneo, etcétera. La desplumaba precariamente, y en sus ojos embetunaba el contenido del tarro, para luego mordisquear el cuello, las alas, las patas con uñas, lo que viniera ella lo mordía, y celebraba en silencio casi absoluto, mientras el resto de las gallinas no atrevía a mover ni un músculo. Celebraba tanto, que hizo el ruido adecuado para despertar a mis padres, hacer que se levantaran, abrieran la puerta del gallinero y poder verla bañada en sangre ajena y fecas propias, mientras masticaba un trozo de carne crudo con algunas plumas, con su mirada constante -más oscura que la noche- que nos traspasaba a todos con delirio.
Nice Pick.
Mis dedos son largos, como de marciano. Tengo mala memoria, como la de un pollo. Mis dientes duelen, porque están cambiando. A veces me cuesta conciliar el sueño y es entonces cuando corro las frazadas hacia atrás, porque también soy friolento. En invierno uso un par de calcetines normales, de esos que venden en los puestos improvisados, y además uso un par de calcetines de lana, porque si no me resfrío. Siempre tengo que llevar bajo mi bolsillo pañuelos desechables. Me gustan los tallarines, el puré y las papas fritas. Tengo propensión a enfermarme de la guata al mezclar tantos alimentos. He tenido cuatro (o cinco) veces gastroenteritis. Me gusta leer, pero suelo aburrirme y dejo la lectura hasta la mitad. Mi sueño es encerrarme con provisiones en una librería y quedarme encerrado un mes. O un año. Me gustaría escribir más seguido o tener ideas más creativas, porque parece que ya todo está dicho. Me carga el calor porque tengo que usar polera y me desagrada andar tan semidesnudo por la vida. Me cuesta sociabilizar, me cuesta pedir cosas en los centros comerciales, se me pierden las palabras. He visto morir sólo una vez a alguien, y fue a un gato pequeño. Nunca he ido a una discoteque y lo he pasado enteramente bien, jamás me he emborrachado hasta el punto de perder la conciencia, pero ayer me tomé dos vasos de berries y me ayudaron a dormir. Me cargan los realyties, me carga el metal, el reggetton y al Lucho Jara. Me gusta empezar el día con una taza de café cargado y dos rebanadas de pan. Ojalá tostados. Cuando era más chico y estaba en la básica me hice pichí. Siempre he sido medio mateo, o ñoño para todas las cosas. Me cuesta decir las cosas básicas a mi familia (te quiero-te amo). Me gusta que la lluvia me encuentre a medio camino de mi casa y yo con pendrive (y con pilas). Soy talla extra small, todo me queda grande. Tengo que arreglar los polerones -y entre ellos, mis favoritos son los canguros- y los pantalones siempre me quedan grandes a la altura de la cadera. Soy medio deforme. Me gustaría tocar la guitarra, o el piano, o el violín, pero más me gustaría tener buena voz e ir cantando por la vida. Una vez me caí en pleno centro y mis narices se llenaron de sangre, mientras que mi hermano me retaba porque no me paraba. Hasta el día de hoy no se la mayoría de las calles y sólo se llegar al centro. Tengo pocos amigos, pero los tengo. Tengo gente a la cual yo le caigo pésimo. Tengo gente que me entiende. Le tengo miedo a las arañas y a los bichos rastreros, pero siempre cuando veo algo pasar rápidamente,
Cada uno de estos fragmentos me puede identificar, me puede definir; permite clasificarme y presentarme ante el mundo (o esconderme de él), Pero todos estos adjetivos y microhistorias no son más que eso, fragmentos; pasados y presentes, más ni uno (les) dice exactamente quién soy, sino que todos, en conjunto -finalmente- (me) hacen ser.