martes, 23 de marzo de 2010

Roce

El otro día me encontré con Don Palormino, que por esas cosas de la vida eligió vivir a la usanza del siglo XVIII, ya que según lo que me ha comentado en sus escualidas conversaciones (que en realidad son monólogos), prefirió hacerlo debido a que gradualmente fue perdiendo el interés en el mundo moderno porque poco a poco todo su círculo comenzó a fallecer, lo cual aumentó el sinsentido del presente, que de por sí ya carece de dirección. Así va la vida para él, de forma agreste y melancólica, mientras Juanita se esconde del mundo detrás de su puerta y de sus pinturas, que bien podrían estar en uno de esos museos franceses, siendo avaluadas en varios miles de euros, sin embargo, el destino final de aquellos óleos es el de descansar junto a su dueña el día que ésta muera. Con el paso de los años, a Juanita se le fueron aclarando los ojos, y todos dirían que le asienta una mirada clara y azul, empero, no saben que la mujer ha ido perdiendo la vista, aunque eso no la preocupe, pues conoce cada paso, cada milímetro de su hogar, por lo que bien podría cruzar toda su casa a oscuras sin tropezarse, ni siquiera dudar. De vez en cuando la saludo, cuando tiene su puerta abierta, y me pide si es que le puedo comprar un par de cosas. Un kilo de esto, un kilo de lo otro. Han pasado tantos años, y la Juanita siempre me pregunta si es que puedo ayudarla en sus pedidos, mostrando un haz de temor con sus ojos azules y su mejillas arrugadas, temiendo que le diga que no puedo, pero se equivoca.
Mientras unos escapan del mundo, otros se vuelcan hacia él, como Omar, que sale a la calle y toca su organillo esperando que alguien identifique las melodías que de éste emergen, quedándose escuchando por un tiempo la gratuidad de las tonadas, sin embargo, claro está que nadie se detiene, y el pobre hombre sigue a la espera de que algún desconocido tome el mensaje de su nota embotellada y lanzada al mar de la calle.
El caso de Diana, por otro lado, es algo más trágico, ya que es ella misma quien se convierte en su objeto de contacto, su propia botella lanzada -esta vez al océano-, pasando las noches en bares, quedando alcoholizada hasta la sangre, con sus ojos perdidos y enrojecidos, sonriéndoles a todos, pero sabiendo cuán vacía se siente. Cuando llega la mañana y Diana se dirige a su casa, suele escuchar una cancioncilla lejana, creyendo que es su propia borrachera. Mientras camina, es observada por una anciana de ojos azules que se encuentra apostada en su ventanal, a la vez que refuerza la visión que tiene Palormino del mundo.