viernes, 9 de abril de 2010

Cuestión de ingesta.

Adriana, desde pequeña, había luchado contra la insatisfacción. Ahora, vieja y sola con sus pensamientos tendía a pedirle perdón a cada persona, animal u objeto que hubiera sido víctima de su pesadumbre, de sus quejas constantes. Empezó por su propio nombre, que le parecía obsceno, plano, sin carácter. Hubiera sinceramente, preferido algo más exótico, como Ariadne, cuyo significado alude a la cercanía con las arañas, arañas de grandes patas al igual que los largos dedos que ella tenía cuando se acercaba a golpear a sus hijos, porque éstos la despertaban cuando estaba muy helado en la pieza. Pero siempre estaba helado, y Adriana nunca pudo huir del frío de su propio corazón, pues era ella misma la primera en reconocer lo egoísta de su ser. Tendía a compararse a menudo con una viuda negra, o como un escorpión hembra, cuyos hijos deben pronto abandonarla, puesto que si no lo hacen serían devorados por la voracidad de la madre. Adriana recordó la primera vez que se sintió, siendo una niña todavía, incómoda con su peso, luego en la adolescencia con su cara, con su talla, con su familia y con su novio, que la seguía a todas partes porque la quería en serio. Era, en efecto, una persona muy disgustada con la vida que le tocaba llevar, aún cuando tenía más comodidades que la mayoría. Ella le echaba la culpa de todo esto a su madre, que era inexpresiva, pero que igualmente siempre terminaba haciendo lo que se proponía, no por esfuerzo, sino por el poder que ostentaba; al fin y al cabo, era ella el origen de toda avaricia y desprecio que se fue implantando en el corazón de Adriana, quien muy tarde se dio cuenta de que todo lo que ella odiaba, lo rechazaba de lo que un día un pecho blanquecino, con piel tersa y pezones hinchados, le ofreció luego de haberla dado a luz.