martes, 21 de octubre de 2008

De animales en la caja torácica.

Miro por la ventana y la noche me parece tan muerta, tan fría. Es como si las partículas estuvieran inanimadas, aunque nadie haya dicho que estuvieran vivas, mucho menos contentas o felices. Supongo que la magia siempre evasiva una vez más se ha ido, aunque pudiera hacerme varios amuletos para las miles de razones que uno como simple mortal pudiera argüir, igualmente no pasaría nada. O quizás todo lo contrario. A esto agrego que escucho una y otra vez tres canciones que tenía hace rato bajo techo, pero que no sacaba a ventilar. Ahora me parecen tan adecuadas. Todo esto no es extraño, al menos para mí. Llega un momento en que finalmente debes agarrar a ese gato negro que se te cruza, y verlo de frente. Es mala suerte si tienes una disposición negativa, porque el animal está únicamente ahí por ti. Hablando de animales, ahora la allegada (que también es negra) tuvo siete, no sé qué haremos con tantos gatos dando vuelta. En realidad sí podremos lidiar con ello, siempre lo hemos hecho. Lo que me preocupan son otras cosas, tanto alejadas como cerca de esto, pero igualmente son cosas que pesan, que agobian y que rasgan la piel, por debajo claro está, porque por fuera uno sigue siendo inaccesible para el resto. De repente veo mis manos y éstas se ven agrietadas, pero pestañeo y todo vuelve a ser como antes. Ahora ya no cuesta dormir, cada cosa está en su habitación, aunque cierre las puertas de la casa en los sueños. Ahora pongo mi mejilla en la almohada y duermo. Aunque ya no sueñe.

viernes, 26 de septiembre de 2008

P.

Catalina esperaba con fervor un hijo hombre, e insistió tres veces para poder concebir uno. Primero fue Andrea, quien ya no vive en la casa. Se fue hace mucho, alejada por los estudios, por el trabajo y por el rencor que implícitamente le mostraba su madre, ante la frustración de que tuviera que, en ese entonces, compartir la casa con otra vagina. Luego vino Paulina, a quien en su casa, simplemente le decían “P”. El psicólogo de Catalina le había restregado en la cara que ese sobrenombre tenía por origen, el no recordarle el sexo de su pequeña criatura: mujer. Catalina ya estaba cansada de parir y parir. Las condiciones sociales no están para ir regando hijos por el mundo. Aún así, volvió a intentarlo. Su sorpresa fue grande pues esperaba otra vagina que criar, sin embargo, y pese a todos sus auto-presagios de mal augurio, nació Eduardo; sano, colorín como su padre e hiperkinético. Fuera de cansar a la madre, los constantes cuidados que Eduardo provocaba en el resto de la familia, hacían que Catalina expresara a través de sus cuidados, su propia victoria frente a la vida, que mezquinamente le había dado un sólo hijo, también frente a los genes de su esposo, que había conseguido domar dentro de su propio útero para poder dar al fin, un varón.

Catalina, frecuentemente traía a casa juguetes para el niño: robots, puzzles, pistolas y autos eran los preferidos que Catalina solía arrasar en las tiendas para traer a casa y recordar, una vez más, el placer que le originaba el por fin mostrarle al mundo que había dado a luz a un hombre, de sus propias entrañas. Esto también le servía para sentirse más segura, sobretodo cuando su esposo salía en viajes de negocios y ella se quedaba insomne en la cama hasta la madrugada. Pero ahora todo había cambiado. Ahora ella tenía a un hombre de tiempo completo en la casa, para ella, por lo que no había nada que temer. Catalina simplemente no se dio cuenta de que le había puesto a su hijo el mismo nombre que a su marido, y sólo lo notó cuando su mejor amiga se lo comentó, con una expresión de preocupación oculta, expresión de aquella amiga que Catalina advirtió en segundos. Eso habría la puerta de los miedos, y ella no iba a dejar que nadie abriera esa puerta más de lo necesario, más de lo cerrada que estaba. Ella sólo atinó a levantarse del living de su casa, dirigiéndose a su amiga, con total calma, como si estuviera exclamando palabras completamente diferentes, un liso y tranquilo “Te vas de mi casa. No vuelvas”.

Paulina observaba de guata, en su pieza del segundo piso, la escena que dibujaba todos los condicionamientos de su madre. La amiga de toda la vida no tuvo otra opción más que resignarse a abandonar la casa mientras Catalina cerraba lentamente la puerta principal, dirigiéndose rápidamente para jugar con su hijo, que estaba pronto a caminar. Paulina comenzó a sentir envidia de su hermano, pero también un profundo rencor contra su madre. En las noches, siempre fantaseaba con hacerle algo a su hermano, el cual todavía no hablaba, sólo gritaba y babeaba. Se imaginaba empujándolo por las escaleras, o golpeándolo con los mismos juguetes que le compraba su madre. Eso siempre dibujaba una sonrisa en Paulina, pero más que divertimiento, provocaba en ella placer. El placer de matar y de herir a la extensión más querida de su madre era algo peligroso, pero a la vez, también implicaba un destete de ella misma frente a su criadora; el poder decir con actos, “Mira, ya no necesito de ti, puedo hacer lo que quiera, lo que quiera contigo, hasta dañarte” era una posibilidad que barajaría en el futuro. Sus violentas fantasías alimentaban su ira mientras estuviera en la cama, mientras que en la mañana siempre tendía a sentir culpa por todo lo imaginado. Se sentía otra persona, aún a su inmadura edad sabía que algo andaba mal con ella. “La culpa la tiene ella”, tendía a pensar Paulina, mientras se cepillaba los dientes e iba al colegio, para después regresar y ver a su madre jugando con su hermano, durante cada tarde durante el último año en que iría a clases por la tarde. Luego crecería y madrugaría, estaría aún más lejos de su madre que nunca la miraba directamente a los ojos.

Una de esas tardes, cuando Paulina había vuelto frustrada y cansada por un nota en Educación Física (lejos, su ramo preferido), notó algo extraño en su madre, a quien saludó como siempre, mientras ésta preparaba sin mediar palabras la futura once de su hija. Luego se fue y dejó comiendo sola a Paulina. “P., cuando termines, recoge todo, yo ya comí”- le dijo Catalina en la medida que se retiraba. Paulina, sin embargo, no estaba preocupada o triste por las palabras de su madre, sino que estaba extrañada porque no podía escuchar a su hermano, quien a esa hora solía chocar los autos entre sí mientras tiraba lejos los robots que lo tendían a idiotizar. Paulina terminó de comer, de lavar y de recoger de la mesa todos los elementos, e inmediatamente se dirigió a ver a su hermano, pero no pudo avanzar más allá, porque ya lo había visto: Estaba quieto, sentado en uno de los sillones grandes, rodeado de juguetes y con la mirada perdida frente a la pared. Catalina estaba en cuclillas, ordenando los muñecos que estaban en el piso. Paulina se acercó lentamente, e iba a tocar una de las mejillas de su hermano, cuando la mano de Catalina se hizo fuertemente del intento de Paulina. “P., no lo toques, tu hermano está enfermo”. Catalina apretó aún más el brazo de Paulina y esta tuvo que ahogar un grito de dolor. Se alejó de la escena y subió corriendo las escaleras. Cerró su puerta, casi totalmente. Casi, porque observaba, nuevamente de guata, la escena que se dibujaba frente a sus ojos, aunque algo había cambiado.

Ya de noche, cuando Paulina bajó, vio nuevamente a su hermano totalmente quieto, pero más que quieto, era otra la palabra que se cruzaba en la mente de Paulina, una y otra vez hasta que pudo sentirla con la suficiente fuerza para experimentarla en su fuero interno. “Está tiesto”. Catalina ordenaba obsesivamente aquellas cosas que le competían a Eduardo; su alimento, un juguete preferido que el niño rehusaba a abandonar incluso cuando comía, y la propia postura de Eduardo. Lo manejaba como si fuera una marioneta. Paulina notó que a Catalina le costaba cada vez más poder mover las articulaciones de Eduardo debido al rigor mortis. Pero Catalina seguía implacable en su cometido: Lo sentaba mejor, le daba de comer, untaba los fríos labios de Eduardo con una papilla, le acercaba el juguete y finalmente, ella misma se alimentaba, procurando, como siempre, evitar mirar frente a frente a su propia hija, que masticaba una y otra vez el mismo bolo alimenticio. Catalina terminó de comer.

- P., cuando termines, recoge todo y sube a tu pieza, hoy tomamos once más tarde pero mañana lo haremos a la hora de siempre. Tu hermano está cansado y lo iré a acostar.

Para Paulina hubiera sido fácil el haber pronunciado una simple frase, que atravesó enteramente su cabeza: “Pero mamá, si ya está muerto”. La oración se incrustó en el estómago y no salió hasta que una hora después, Paulina, P., tuviera arcadas en su pieza.

Al otro día, Paulina observó la misma escena: Eduardo, rígido, frío, estaba sentado en la mesa, con su juguete preferido, mientras la madre estaba ahí también, sentada y sirviéndole, sin mirar a los ojos a su hija que, sin preguntar nada, se sentaba a comer. Hubo un momento crítico: Catalina pasó a llevar el juguete de Eduardo y trató de ponerlo en su mano, procurando infructuosamente abrir los rígidos dedos de su hijo ahora muerto, mientras se le marcaban las venas de su cara, sin que derramara lágrima alguna. Luego de que claudicó, se tomó la frente con ambas manos. Catalina estaba a punto de ser engullida por la boca de la verdad, pero, una vez más, reaccionó a tiempo para otra actuación más, y siguió hablándole como sólo lo hacen las madres a sus hijos, mientras Paulina era una espectadora lejana de aquella escena, como si viera una foto colgada en una pared.

Catalina iba a comenzar con el mismo discurso de siempre.

-P., cuando termines de comer…

Sin embargo, Paulina estaba decidida a cambiar las cosas.

- Mamá, No soy P., soy Paulina.- Catalina seguía sin cambiar su discurso y había hecho caso omiso de lo que hablaba su hija.

- ¡Mamá!, ¡Eduardo está muerto!. – Apenas terminó de decir esta frase, una mano abierta se incrustó como un látigo en una de sus mejillas. La expresión de su madre, con los ojos abiertos de par en par, la boca fuertemente cerrada indicaba que ella, Catalina, no quería saber la verdad, aún si eso le implicaba vivir una mentira. Pronto el pómulo de Paulina se volvió enteramente rojo, y Catalina recuperó, una vez más, la compostura. Se levantó, lenta y calmadamente, y llevó al niño a otro cuarto, dejando –otra vez- sola a Paulina, pero esta se levantó y la siguió. Aguardó un rato antes de irrumpir y luego fue por su madre, por el destete.

Tomó el juguete preferido de Eduardo que estaba tirado en la cocina, se dirigió a donde se encontraban ambos, madre e hijo, y luego gritó, “Mamá, mira, este es Eduardo”, y lanzó fuertemente aquel auto contra la frente de su hermano quien se desplomó sin chistar en el suelo, sin si quiera cambiar sus rasgos faciales.

A Catalina le hubiera encantado levantarse y una vez más golpear a su hija, aquella otra vagina indecente que se encargaba de hacer añicos su realidad tan esperada, pero eso mismo, el desenmascaramiento de la verdad, hizo que Catalina no tuviera suficientes fuerzas para ponerse de pie y dirigirse a su hija que la había asolado -y a lo mejor vengado- de aquella manera. Ahora estaba siendo totalmente mordida por la rabia de la verdad y no podía reaccionar frente a ella. Sólo rompió en llantos, en aquella habitación que estaba regada de juguetes en el suelo, de un pequeño niño muerto a quien le habían negado su condición de tal, y una niña que nunca había podido mirar directamente a los ojos de su madre, salvo en aquella ocasión.

sábado, 30 de agosto de 2008

Agosto.

Caminando sin rumbo llegué acá, otra vez. Pero es curioso, siempre tenía la sensación de que daba incansables vueltas alrededor de las calles vacías, o inhabitadas sólo para mi. Los días que me han tocado vivir han sido cada vez más agrios, aunque poco a poco me acostumbro a ellos. Afuera no para de llover. Tomacito debe estar tranquilo escuchando cómo la lluvia golpea el piso mientras la misma tierra se vuelve lodo que se esparce por la madera en el subsuelo. O eso espero. No puedo dejar de decir que la Simona me ha hecho un tajo en un dedo que no para de sangrar, pero ese es uno de los riesgos a los que te expones si quieres jugar con un animal, sobretodo si ese animal es un gato. Ahora ella duerme enrollada sobre si misma en un sillón, abajo. Hoy el día ha pasado rápido entre las eternas lecturas, las palabras que curan y los golpes pasado las siete. Y eso que hoy comencé a dar vueltas en el laberinto tarde, sólo cuando se escuchaba caer la lluvia. Somos varios en el laberinto. Lo importante creo yo, no es estar dando vueltas sin llegar a ningún lado, sino el hecho de darlas, una y otra vez, sin parar. A lo mejor el detenerse es lo peligroso, y por eso, supongo, somos varios los que corremos.
El otro día, en una de mis vagancias sin sentido, encontré un gato muerto. Estaba al lado de la basura, recostado, con la cabeza agacha. Venían un par de personas, así que rápidamente le tomé una foto. Me frustré porque fue una mala fotografía. Pero más me frustró el no sentir nada, nada en absoluto. Ese día estaba nublado mientras caminaba en dirección a mi casa.
Ayer le robé un frugelé a una anciana que vendía papas fritas. Quería saber qué se sentía hurtar con total consciencia de ello, y la verdad es que tampoco fue la gran cosa. Tocí cuando el papel comenzaba a sonar al hecharmelo al bolsillo. Mi justificación para hurtarlo era que el frugelé en cuestión estaba medio abierto, así que de todas maneras nadie iba a elegirlo. O quizás sí, pero la gente no elige a lo deteriorado. Quieren lo nuevo, lo pomposo, lo brillante, lo dorado y lo respingado antes que a mi y a mis secuaces. No es que sea cleptómano o algo parecido, aunque siempre me ha parecido intrigante saber qué se siente robar algo sin que te descubran. Quería saber cómo se vive la adrenalina con cada movimiento que das. Quería ver qué pasaba, pero nada de lo esperado ocurrió. Simplemente, tomé algo que no me correspondía y me lo heché al bolsillo, mientras me iba con las papas fritas (que sí pagué) esquivando las posas de agua antes de llegar a donde siempre llego.
En las noches escucho a los gatos pelearse entre los tejados de zinc, y los maullidos, son muy variados entre sí. Uno diría que el maullido es el maullido, pero no. Hay para cada ocasión. Para buscar pareja, para buscar a las crías y para intimidar a un enemigo. Pero ahora las noches no me parecen tan preocupantes y vívidas como antes, incluso me parecen muy aburridas. A eso se le suma que hoy no han habido maullidos. Recién paró de llover. Estoy seguro de que si él estuviese aquí, más de alguna cosa haría que me disgustaría, aunque finalmente lo hubiera aceptado. Procuro quedarme quieto para intentar captar algún sonido, pero sólo escucho una débil lluvia que cae, también, por el patio de mi casa en donde descansan varios de los míos, una vez que no volvieron a abrir los ojos, y se quedaron, sin más, dormidos, a la espera de que los enterraramos bajo un cielo siempre nublado. Pero lo peor de tener animales, no es tener que cuidarlos cuando se enferman o cuando están en celos y no paran de aullar, no es convidarles una parte de tu cama para darles en el gusto de no estar solos mientas duermes mal y todo doblado, e inclusive tampoco lo es cuando tienes que recojer sus pestilentes regalos que a veces suelen dejar cuando son pequeños y no han introyectado las reglas de vida humana, que sólo incluyen regalar en el water y en uno que otro cumpleaños. Lo peor, es tener la certeza, un día simplemente, que no volverán más. Que no volverás a escucharlos, que no volverás a verlos a los ojos aunque ellos mismos no tengan consciencia de si, que no volverás a pasarles la mano por el lomo, y que sobretodo, no volverás a escucharlos en las noches de Agosto.

jueves, 31 de julio de 2008

Contando.

Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Tengo que contar hasta la madrugada para exorcizar mis fantasmas. Siete, ocho, nueve, diez. Tengo que cepillarme mil veces las encías para que me quede dormido. Once, doce, trece. Tengo que repetirme que no hay nadie aquí salvo yo. Catorce. Tomo mis pastillas. Quince. Me quedo dormido. Despierto, y no han pasado cinco minutos. Quince otra vez y me dejo caer. Dieciséis y tomo el teclado. Diecisiete, Tengo que deletrear mis pecados contando dieciocho, y contando.

martes, 24 de junio de 2008

Esos Miedos.

El día está nublado, aún así, partículas de luces traspasan los cúmulos de nimbos y caen sobre todos aquellos que hacen sus vidas; personas, animales, árboles y otros. Es en una nueva casa adquirida, a donde van a parar algunas de éstas partículas de luz. Son Pablo, María y Elena, la hija. Para alguien como Pablo, el poder finalmente obtener un hogar propio, un lugar para él, algo que es de él, es sinónimo de grandilocuencia, de gratitud y de asombro, no sólo para él, sino que para el resto. María tiene un hijo en camino y Elena está celosa por ello. Se le ha explicado minuciosamente que a ella no se la dejará de lado, que el cariño que sienten sus padres por ella no va a mermar, aunque ésta no esté del todo segura. La casa es grande, pintada con un prístino blanco de pared a pared, lo cual le da un efecto de mayor apertura, donde las cortinas –de un tono más opaco- le dan un aspecto de sobriedad y sofisticación al nuevo adquirido hogar. La mudanza, con los ires y venires de muebles y demases no tarda en desaparecer. Ahora el cansancio se ha hecho patente y todos, sentados en la mesa -aún improvisada- conversan, charlan y discuten los próximos movimientos a seguir.

- Hija, ¿Has visto el juego de toallas que compré hace poco?, no lo he encontrado entre mis cosas.

- No sé papá, yo subí algunas de mis cosas y el tío Rodrigo me ayudó con el resto, no vi tus toallas.

- Amor, que eres descuidado, deben estar todavía en la maleta, yo te dije que me faltaban cosas por desempacar de ahí pero parece que no me escuchaste; luego vamos a dar vuelta esa maleta para dejar ordenado de una vez por todas ésta casa.

- Mami, pero faltan mis cosas.

- Sí sé, Eli, pero mañana lo haremos cuando tengamos más tiempo, ya es tarde y tenemos que descansar, tu papá y yo mañana trabajamos, aunque nos hayamos cambiado de casa.

- ¡Pero mami!.

- Hija, mañana vamos a ordenar todas tus cosas y te prometo que van a quedar muy bien ordenadas, ¿de acuerdo?

- Bueno…

- Amor, termina de comer tu comida, después te va a dar hambre.

- Pero papá, es que comí mientras venía en la camioneta del tío.

- Ah, ya, bueno, en ese caso, deja tus cosas en el lavaplatos.

Elena dejó rápidamente su tazón con forma de dinosaurio, su plato y sus servicios en el lavaplatos, le dio un beso a su papá y partió corriendo a (re)conocer su nueva pieza.

- ¿Y sigue enojada conmigo?

- No te preocupes, ya se le pasará.

- Bueno, contigo no hay enojo, encima yo soy la preñada y la saco doble.

- Bueno, es que entre madres e hijas siempre hay una suerte de alejamiento, pero ya se pondrá de mejor ánimo cuando mañana ordenen su pieza. Y no digas preñada, me carga esa palabra

- Por ahora, yo lo único que quiero es ir a la cama, estoy hecha un estropajo.

La casa era grande y las piezas también. De pronto se dieron cuenta de que era una familia muy pequeña para una casa de esa envergadura. Aunque sabían que pronto la familia se agrandaría, y con ello, los silencios se harían cada vez más pequeños. Ellos, en la cama, comparten la sensación de que cuando eran sólo dos (siendo uno), podían pasar largos períodos acurrucados, uno frente al otro, en silencio total, mientras sus miradas se encontraban en perfecta armonía. Eso cambió cuando nació Elena. Pablo recuerda que le disgustó la decisión de María, el ponerle ese nombre.

- Elena suena un poco brusco, ¿No crees?

- Quiero que mi hija sea alguien fuerte, con entereza. Quiero que ella pueda con su vida sola.

- Bueno, pero recuerda que vas a tener a una niña, no a una adulta, además no me agrada mucho el nombre ese, ¿Por qué no otro algo más agradable?

- Ya te dije que no lo cambiaré, y en esto no voy a negociar, Pablo. Ella sin duda que no va a heredar mis circunstancias, pero quiero que aún así, sea una niña que sepa defenderse del resto.

- Pensé que ya habías olvidado ese tema, pero parece que no, ¿No te sirvió de nada la terapia?

- Con la terapia uno no olvida, Pablo, uno mejora. (…)

-

- De todos modos, quiero ese nombre para ella. Siempre he tenido la sensación de que en mi vientre, en mi interior, llevo a la criatura más fuerte del mundo, aún así, es mi propia inseguridad la que hace que quiera ponerle ese nombre, no quiero que pase por lo que yo viví, porque aunque ya es algo superado, todavía quedan huellas de esto. Lo que soy, lo que fui, yo fui en ello una parte importante de mí misma, pero no espero que comprendas, sólo quiero que sepas que para mi, Elena ya es Elena.

- Supongo que ya no vamos a discutir esto, pero igualmente tenemos que llegar a un punto de acuerdo. ¿Podemos decirle Eli?, ¿Cuándo sea más grande y corretee por las habitaciones?, ¿Podemos?.

- Sabes que sí, sabes que no te voy a decir que no en eso…

Son casi las once de la noche, y en la pared el reloj con forma de gato Félix sigue moviéndose sin cesar. Elena está con pijama, arriba de su cama, con la puerta entre abierta, al igual que su corazón. Espera que sus miedos, hoy, no la arrollen como para salir corriendo y pedir a gritos la ayuda de sus padres, espera que, mientras se acuesta bajo las sábanas y se pone cómoda para dormir, no la despierte de súbito una impresión que siempre

tiene en las noches, sobretodo cuando cierra los ojos y se dispone finalmente a dormir. Finalmente lo logra y sueña que está en el jurásico rodeada de dinosaurios amistosos que sólo quieren jugar con ella.

En la mañana no hay tiempo para recordar los sueños, sólo hay que levantarse (sin quejarse), irse a duchar y vestirse, después de todo, ella ya es una niña grande y sabe (o debería saber) cuidarse sola, sobretodo en ese tipo de menesteres. Cuando finalmente baja su café ya está humeando y su padre ya se ha ido.

- Te demoraste Elena, toma tu café mientras te tuesto pan, enseguida te lo sirvo, ¿Con qué lo quieres?

- Con mermelada de mora.

- No queda

- Eh…

- ¿Con qué otra cosa amor?

- Eh…

- ¡Rápido Elena!, no tengo todo el día.

- Mantequilla

- Ya, ¿los dos?

- Sí, pod favor.

- Hay Elena, ya estás grande para que andes diciendo mal las palabras, toma, aquí están tus tostadas, y en menos de diez minutos te quiero lista para el colegio. Voy a buscar mi bolso y nos vamos.

María, casi corriendo, fue a la habitación matrimonial a buscar su cartera, mientras Elena se servía el desayuno. La habitación matrimonial no es visible desde el comedor que está al medio de la casa, rodeado de muros perfectamente blancos. Elena cree que su madre ya encontró su bolso, por lo que se apresura a tomar el último sorbo de su café, toma su taza de dinosaurio, su servicio y su plato de pan, y rápidamente lo deja todo en el lavaplatos. Se da vuelta, esperando encontrar a su madre, pero no hay nadie en la cocina, quizás su madre volvió a la habitación a buscar algún documento. Elena no se sorprende y va a buscar a la sala principal su mochila y su chaqueta. La madre, casi en un estado neurótico, sigue buscando el bolso que tanta falta le hace.

- Tú padre lo debe haber sacado de donde lo tenía, ¡hay este hombre que siempre me desordena todo!, algún día me va a volver loca.

Elena escucha las quejas de su madre, mientras espera que de con su famosa cartera. El resultado de todo esto es que llegan quince minutos tarde. Ambas.

- Te digo que no te he movido tu cartera de donde la dejaste ayer.

- Pero si hoy no la pude encontrar, el jefe casi me asesina con la mirada, para la otra avísame si necesitas algo, pues.

- Pero María, te digo que no he sacado nada de tu bolso, estaba encima de las maletas la última vez que lo vi, ¿Dónde lo pillaste?

- Estaba ya guardado en la repisa. Bueno, de todos modos, me aseguraré de que mañana esto no nos vuelva a ocurrir, ¿Quieres más pan, Elena?.

Elena niega con la cabeza, toma su servicio, su taza, su plato, lo deja en el lavaplatos y se va a su pieza sin chistar una sola palabra.

- Ahora falta que nos de un portazo no más. Menos mal que tiene nueve, ya a los quince me va a levantar la mano.

- No seas así, no creo que a la niña le guste vernos pelear, y por leseras además, no tiene sentido.

- Supongo que para ti, que no usas cartera, no tendrá ningún sentido. Llegué quince minutos tarde, Pablo, y ya sabes que eso es mucho.

- Bueno, bueno, no te niego eso, pero para la otra no me eches la culpa por todo. Mañana deja tu cartera en la repisa, no sé, da igual, con tal de que la encuentres.

- No hace falta que me lo digas.

Al otro día, la misma escena se vuelve a repetir. El mismo retraso de quince minutos. Un nuevo sermón del jefe. La misma apatía en la once, pero aumentada. La misma búsqueda de responsables, la misma taza de dinosaurio puesta en el lavaplatos, nuevos gritos que llenan la casa, la misma Elena que escucha detrás de la puerta, el mismo miedo de dormir, de cerrar los ojos. Parece que ésta vez lo logra.

Al otro día, todos en la casa no hilvanan frases, para Elena es como si las bocas de sus padres estuvieran cocidas por dentro y les negaran la afluencia de palabras. Todos fijan la mirada, por largos segundos, en cosas mundanas: el pan, la televisión, el café humeante. Elena entiende la regla principal y se arrima a ella. No hablar. María batalla con la idea de hacerse de un cigarro, de prenderlo mientras llena la tina con agua tibia y de sumergirse en ella, pero es algo que no le hará bien al bebé. Hoy no puede fumar. Hoy no puede hablar. Hoy tampoco va a llorar. Es un día de restricciones y de miradas constantes hacia el piso, miradas que también se dirigían a un piso lustroso mientras su jefe directo la retaba frente a sus colegas. Algo dentro de ella, que no es el bebé está intentando salir. Pero ese algo no la hace sentir bien.

Son la una, y Elena pudo controlarse lo suficiente como para conciliar el sueño, sin embargo, algo acaba de despertarla de un sobresalto. Es su padre que le avisa que su madre no se siente bien, por lo que irán al doctor.

- ¿Puedo ir?

- No hija, estás en pijama y nosotros nos vamos ahora mismo, volveremos en cuanto pueda, cualquier cosa, ya sabes llamar a mi celular.

- Pero…

- Hija, me tengo que ir, vuelvo en cuanto pueda.

Por la ventana Elena miraba como la camioneta se marchaba con su padre y su madre, quien se tomaba su estómago con ademán de dolor. En su interior algo estaba mal, y también en el interior de Elena había algo: una entelequia mustia y desagradable que la tomaba por sorpresa, pero frente a lo cual luchaba para que ésta no saliera a flote. Quizás era ese malestar que la acosaba cuando intentaba conciliar el sueño, ese temor que tenía al cerrar los ojos, era el miedo a perder control de sus acciones. A lo mejor era rabia por la forma de actuar de su madre. En el fondo, ella seguía siendo una niñita que quería ser tratada como tal, y su madre no estaba cumpliendo aquello. Quizás era que su padre fuera demasiado blando con María, como si ella se mereciera un castigo. A lo mejor sentía envidia de ese hermanito que todavía no nacía, opciones que, al tragar su propia saliva, también ingirió sin dudar. La noche estaba helada y Elena se acurrucaba entre las sábanas, despierta, hasta que llegó la camioneta. Sintió el ruido de la llave metiéndose en la cerradura, pero sólo sintió el paso de su padre, que cansado, se dirigía a la cama. Ella no quiso bajar, supuso que su madre estaba mal si es que no había vuelto, y eso, el que ella no volviera, no supo codificar como algo bueno o como algo malo. Sintió culpa de no tener culpa: Por hacer que su madre se demore en llegar a su trabajo por ir a dejarla al colegio, por hacerle el pan con mermelada de mora (cuando había) antes que a ella misma, o porque su madre se da el trabajo diario de lavarle su tazón preferido, ese que tiene forma de dinosaurio.

Al otro día, en la tarde, padre e hija exhibían unas portentosas ojeras. Llamaron del hospital, y Pablo se dirigió inmediatamente hacia este, dejando a Elena sola, acompañada de su tazón y sus tostadas. No tardó en volver con María, quien le dio un abrazo a Elena mientras ésta se lo devolvía. Pero algo en el interior de Elena no encajaba dentro de todo ese puzzle familiar. Una parte de ella se alegraba de ver de nuevo a su madre, y otra parte de ella estaba apunto de resignarse a la idea de no desear que su madre volviera. Estuvo a punto de dibujar una mueca en su rostro cuando vio la figura de su madre traspasar las blancas paredes de la cocina, pero la disimuló, y muy bien.

De noche, Ya acostada, intentando conciliar el sueño como lo suele hacer ella, Elena se aferra a la idea de que son sólo sus miedos internos los que le juegan una mala pasada. Ya es tarde y todavía no está durmiendo. Sabe que hoy no pudo lograrlo porque ya es demasiado tarde, literalmente. Sabe que hoy pasará algo más. Elena hace un último esfuerzo y se concentra en no pensar en nada, en no pensar en nada, en no pensar…

Pero despierta, y ésta vez no es su padre quien la ha molestado. No es algún quejido de la madre. No es ninguna cosa que haya conocido. Es algo que se está moviendo lentamente, dentro de la habitación. Elena por nada del mundo quiere abrir sus ojos, y se autoconvence de que es sólo un sueño, y casi cae en su propio engaño, cuando el ruido se hace más fuerte y ella casi salta del susto. Entonces toma de improviso toda las frazadas y el cobertor, y lo eleva hasta el punto de dejar sólo un par de ojos asustados, que intentan en la penumbra de la noche identificar cuál es el origen del sonido. Pero no lo logra. Está a punto de gritar, pero aún así, se resiste. Tiene que ser fuerte como se lo recalca su madre, y debe ser valiente como su propio nombre. El ruido no deja de cesar, y sus ojos, abiertos a más no poder, están al borde del colapso. Una parte de ella no quiere ver ni escuchar, pero otra parte de ella sabe que su intento, el de dormir, ha fracasado, y que ahora debe pagar el precio por ello. Pero no distingue nada en la oscuridad, aunque el ruido es algo permanente y arrastrado, hasta que distingue algo moviéndose lentamente, al lado de su cama, en la esquina de la habitación, el ruido proviene de una mano con largas uñas que se arrastran sobre la pared, y Elena entonces grita sin parar.

Hoy María está frustrada y cansada. Pero aún más frustrada. Sus síntomas de pérdida sólo fueron eso, síntomas. Su cansancio se eleva al cuadrado cuando debe levantarse. Hoy casi no hay fuerzas para ello, hasta que encuentra un motor que la impulsa a bajarse de la cama: Elena. Ya en el auto, intenta conversar, según lo entiende ella.

- Hija, ya estás grande para que le tengas miedo al cuco.

-

- Yo a tu edad, tenía que hacer miles de cosas en el día, por eso en la noche estaba ya durmiendo como un lirón, ¿Te gustaría hacer alguna cosa extra escolar, por ejemplo?.

-

- Yo sé que es difícil que lo entiendas, pero eres la hija mayor, pronto tendrás un hermanito con quien jugar y cuidar, yo misma te puedo enseñar a hacer las mismas cosas que te hacía a ti cuando eras más chica, ¿te gustaría aprender eso, cierto?.

-

- ¡Elena, háblame!.

María alcanza a frenar de improviso, estuvo a punto de soslayar el semáforo que estaba en rojo, y con ello, estuvo a punto de enfrentarse a una fila de autos presurosos que pasaban frente a ella. Aún con el frío invernal, una ola de rabia inundó su cuerpo.

- ¿¡Qué pasa que no me hablas!?. ¿Qué quieres conseguir con esto?, Elena, ¡Respóndeme de una vez!.

María clava una mirada de sincero odio hacia su primogénita.

- Lo que pasa, Mamá, ¡es que tú tienes la culpa de todo!, ¡Tú tienes la culpa!.

- ¿¡Qué?!, ¿Pero de qué?.

- Tú me despertaste, ya no quiero hablar, no quiero ver, ¡y no te quiero escuchar!.

Elena golpea con la fuerza suficiente como para que se abra la guantera.

- Mocosa insolente, ¡Te bajas del auto ahora mismo!, si tienes edad para hablarme de ese modo, ¡entonces tienes edad para irte sola a la escuela!.

Elena se baja del auto sin decir palabra alguna, sigue estoicamente su camino unas dos cuadras más allá y entra al colegio como si nada hubiera pasado. María está con las lágrimas todavía dentro de los ojos observando que a su hija no le pase nada aunque haya sido ella quien la hechó del auto. Mientras sigue conduciendo a su trabajo, no puede evitar sentir que fracasó, no sólo como una madre innecesariamente estricta, sino que también como alguien frente a la vida. Sí, a la edad de Elena, ella era quien cuidaba a sus hermanos menores, era ella quien quedaba exhausta luego de lavar la ropa, tenderla, planchar, ir al colegio, acostar a su ebrio padre, hacer las tareas y comenzar el día siguiente. Pero era ella quien, años más tarde, tuvo la imperiosa necesidad de no apagar la luz, aún de noche, por miedo a lo desconocido. Más tarde conoció a Pablo y todo lo que había sido cuesta arriba se hizo rotundamente horizontal, incluso pudo tratar, muy posteriormente ese miedo tan infantil, tan irracional, que siempre la amedrentaba, que la hacía alguien débil. Ella no quería lo mismo para su hija, y se empeñó, desde el mismo nombre, en procurar que así fuera, es por eso que este episodio, el grito y los llantos le recordaran quién fue ella alguna vez, y no puede evitar -como Elena- sentirse tan pequeña en un mundo tan grande.

Ya en la mesa, a la hora de once, María trata de ser más amable, previamente le ha comprado a Elena un pastel y le ha contado todo a Pablo, quien no ha dudado ni por un solo momento apoyarla, y quererla. María casi no puede resistirse a la necesidad de hablar, contando como le está yendo en su trabajo, lo rico del pastel, instando a que Elena lo coma, mientras le toma la mano a Pablo. Elena comienza a hablar, y eso es un signo de que las cosas marcharán, de ahora en adelante, mejor. A Pablo le gustaría tener una cámara a mano para poder inmortalizar que ellas, las dos mujeres más importantes de su mundo, están conociéndose y llevándose bien. Tuvo la fantasía de ver esto en retrospectiva cuando hubieran pasado treinta años, siendo él un viejo simpático y canoso, pero la once ya ha acabado y María se levanta para lavar los platos, mientras Elena ve algo de tele recién instalada. Pablo comienza a revisar en el computador de la sala adyacente correos de su trabajo. De pronto escucha un fuerte ruido. El tazón con forma de dinosaurio se ha quebrado. María maldice con toda su voz interna ese momento, y no quiere darse vuelta para dar explicaciones que sabe que no puede dar. Pero Elena se adelanta y le dice “no te preocupes mamá, ya soy grande”, a lo que sube las escaleras que la llevarán a su cuarto mientras su madre queda estupefacta. Pronto será la hora de dormir, pero Elena ya no tiene miedo. Ahora todo quedará claro, la pregunta es ¿Podrá soportarlo?.

Sabe que podrá conciliar el sueño, pero también sabe que se despertará. Lo hace cuando el reloj del Gato Félix marca las cuatro de la madrugada en punto. El ruido que aquella noche la despertó también está presente, pero ella todavía no quiere abrir los ojos, sólo lo hará cuando esté lista. El ruido persiste y de una vez por todas, Elena abre sus ojos. Está aquel brazo con uñas largas, hurgando en unas paredes que ahora, no son blancas, sino que son las de su antigua casa, una casa que ya está sin los muebles.

- Oiga sobrina, y ¿Es lejos la casa a dónde ustedes se mudan cierto?.

- Sí, más o menos.

Elena desconfía porfiadamente de este hombre, a pesar de que sus padres insisten en que es una persona de confianza.

- oiga, pero no sea tan pesada con su tío, ¿Por qué no viene a jugar conmigo?

- No tengo ganas de jugar tío, estoy esperando a mis papás.

- Pero si mi hermana se va a demorar en llegar, además debe estar inaugurando la casa con su flamante esposo, si sabes a lo que me refiero, bueno, después de todo eres una niña y no sabes a lo que me refiero; pero yo puedo enseñarte…

Fue entonces cuando uno de esos brazos la buscó para hacerse de ella, para enfrentar su mano con sus largas uñas en sus carnes, y, que a pesar de lo doloroso y urgente de la situación, ni su padre ni su madre estaban ahí para poder ayudarla mientras sentía como esas garras con uñas sucias se incrustaban y le sacaban un hilo de sangre, mientras culpaba a su padre por dejarla sola, y a su madre porque a pesar de ser alguien grande era incapaz de conocer a su hermano tal cual era. En efecto, era ella, su madre, la culpable de que ahora estuviera reviviendo todo esto, el fantasma de un inmundo momento que se resistía a desaparecer, una verdad mórbida y caprichosa que se había presentado como un susurro mientras su madre buscaba una cartera que había olvidado poner en algún lugar adecuado, una verdad que, como el peso de una casa antigua, se sepultaba en el cuerpo de una niña de nueve años, que al no levantarse para ir al colegio, era sorprendida por su madre, aún en la cama, torcida y aplastada por el peso enorme de la verdad rebelada, condenada a revivir una y otra vez aquellas garras llenas de suciedad dentro de ella.

martes, 17 de junio de 2008

Polos.

Me faltan ideas. Me faltan palabras. Me faltan memorias, retazos. Me falta el tiempo, me faltan las horas, me faltan manos, pies y manos de nuevo. Me faltan discursos. Me falta lluvia con calle. Me faltan ansias, me faltan fuerzas, fuerzas. Me falta valor, me falta espacio, me falta mente, cerebro, neuronas. Me falta aire -asertividad-. Me faltan sueños e interpretaciones. Me faltan silencios (ajenos) y voces (propias). Me falta. Me sigue faltando. Me faltan (miles de) faltas. Me falta confianza, me falta sueño, me falta gente (?). Me falta pedir perdón. Me falta perdonar. Me faltan lecturas, me falta poner primera. Me faltan pilas. Me falta ketchup. Me falta ánimo de vez en cuando.
Me sobran enojos y desbordes. Me sobran caras. Me sobran miedos, incertidumbres. Me sobran ignorancias. Me sobran idioteces (propias y ajenas). Me sobran complejos. Me sobran frustraciones y arranques (Puta la wea). Sobran sobras. Sobran faltas. Sobran culpas. Sobran necesidades aunque sobren intenciones.
Sobra agua, que salpica mientras cae al piso cuando vuelvo al comienzo de cada día después de dejar de soñar.

viernes, 30 de mayo de 2008

Lunas Rojas.

Para quien tenga lunas rojas.

A paso lento, con risa lenta, se escabulle entre la gente al subir con sus siete formas de ser una misma. Se arregla el cabello que se cruza en su frente, la bufanda que se le escabulle por el hombro izquierdo, los lentes, que se le escurren mínimamente por el montículo de su nariz. Apesadumbrada, no vive en el mismo mundo que nosotros. Hace tiempo que confunde el sueño y la realidad. Ella sabe que la observo desde hace un rato y me sonríe amablemente, yo le devuelvo una austera mueca/sonrisa, sorprendido de haber sido descubierto. Su chaleco rojo es víctima de sus peñiscos al sentirse nerviosa, pero hoy, sobretodo hoy, se nota más con nosotros que inserta en sus fantasías, aunque yo no sepa el por qué. Seguimos el mismo recorrido, pero nunca antes la había visto. Nunca había reparado en su (fantasmal) presencia, que poco a poco decanta en la propia fragmentación. Sus ojos, su mirada queda absorta en el vacío mientras recuerda/revive algo, mientras todos a su alrededor siguen con sus vidas, mirando por el vidrio como la realidad avanza a través del bus. Los minutos se hacen eternos mientras su cuello se arquea ingravidamente, independiente del resto de su cuerpo, mirando algo inexistente en el suelo. Su pelo largo la ayuda a pasar desapercibida ante la multitud, y su bufanda de seguro tapa unos labios boquiabiertos. Pero yo sigo estando ahí, y ella también.
Es madre de sus imaginaciones, de seguro hija, hermana árida de la soledad, animal insaciable de instintos nocturnos y taciturnos, agua que superfluamente nos rasga/roza. lunas rojas (serpientes -muertas- en su vientre), eternamente insomne. Humana, como yo, como tú.

miércoles, 2 de abril de 2008

Palabras.

Cada día tengo la certeza más acabada de que en mí no habitan palabras, al menos cuando intento buscarlas y romper el silencio de aquello que me es importante. No existen intentos, ni triunfos, ni derrotas. Sólo un silencio largo y sostenido, junto con el temor de acercarme y finalmente, decir.
Porque hablamos, y es fácil seguir(te) la corriente, aferrarme a la esperanza de que al final entendemos un poco de la orilla del otro, de la isla y de sus contornos, saber poder comprender, cabalmente, sin proyecciones ni juegos mentales. Acá no se juega, o eso creo.
Después de la refriega, las palabras y las emociones emergen desde algún lugar y quedan atrapadas en el pecho, y no quieren salir más allá del cuello, desde donde quedan encerradas sin escapatoria ni explicación plausible. Porque la parálisis se evidencia a medida que pasan los segundos, mientras se entreabre la boca húmeda, dejando entrever lo pesado, lo confuso y lo difícil de pensar en otra forma que no sea una muy subjetiva, atropelladora totalmente de la realidad de todos, para finalmente hilvanar un frágil “no sé”, que ni yo mismo aseguro.

sábado, 22 de marzo de 2008

El tiempo santo. O santo tiempo.

Ya son las cuatro y media. Todavía no me ducho; me desperté a las doce en punto con la llamada de mi gente, “no, si voy a llamar por un sándwich”, fue lo primero que se me ocurrió decir cuando me preguntaron qué iba a comer, cuando en realidad ni siquiera había planeado el desayuno. En realidad lo que pretendía, era, en un comienzo, desayunar y luego plantarme a leer lo que me quedaba de analítico, que, confesando, así, entre nos, me tenía bien lateado y sin posibilidad de una acabado entendimiento. Ayer me pregunté si mi capacidad de compresión lectora había dejado de funcionar o si siempre he sufrido de problemas de concentración. Ayer el día avanzó muy lento, y esquivé sistemáticamente todo intento por terminar la pila de cosas que tengo que tener leído para esta semana. Apenas avancé diez páginas de un libro, y entre página y página, entraba al Messenger, visitaba todos los flogs, blogs, flickrs, conocidos (porque no sólo visito blogs y flogs, también flickrs de gente de Canadá de China, etc. desde ayer), miraba diarios electrónicos y luego me daba tres vueltas en la tele haciendo un zapping interminable.
Recién vengo a darme por aludido que en la semana santa no se come carne, y es por eso que todos mis llamados telefónicos a “La cabaña”, al “Coco sándwich” y a otros tantos, no han dado resultado, y que, probablemente tenga que salir al portal para comprar algo para cocinar, o comer ahí mismo, si mi ansiedad social así lo permite. Esto no habría pasado hace un par de años atrás. No me refiero a llamar por teléfono para pedir un sándwich. Siempre me ha gustado la comida chatarra; sino lo otro, el saber que estamos en semana santa, y que, independiente de que toda la gente se agolpe en las iglesias, o el saber que, sólo los partidos de fútbol o el alza de precios en los pescados y mariscos le hacen la competencia a las noticias relacionadas con el clero imperante acá en Chile, al comentario del Padre de turno, etc., me hacen sentir que el tiempo a veces pasa muy rápido, a veces en vano, otras veces no. Hace dos días que no me afeito, y es extraño. Me siento como si fuera más adulto y eso mismo hace que me parezca aterradora la idea de salir a la calle o más aún, de ir así a la U. Es extraño esto de poner la mano en el mentón –como siempre lo hago- y encontrarse con un grupo de incipientes pelitos que acusan que estás en plena adultez joven. Bueno, yo no creo que sea un adulto, ni un adulto joven, pero eso es ya muy subjetivo; en realidad casi todo lo es. Pero lo más, lo más que he experimentado, es que hace más de treinta horas que no veo a ninguna persona, ninguna. O sea sí, típico que he hablado con un par de personas por el Messenger y nos reímos y hablamos de otras cosas más serias, pero no es lo mismo tener a alguien frente a ti, no hay punto de comparación. De repente –casi siempre- me sentí como un ermitaño, y ahora sólo me falta reemplazar ésta casa en una caverna y estaría listo todo el rato. Pero no sé si el aislamiento sea bueno, para cualquiera. Ya es distinto sentirse uno solo y a lo sumo acompañado de sus propios pensamientos, además de la pseudo-barba-y-bigotes, no por una cosa ególatra, no por decir “mírenme, soy todo un lobo estepario”, sino que, esas cosas, la soledad –y sobretodo la barba- hacen que uno sea más consciente del paso del tiempo, de que a veces me río a carcajadas porque escucho una canción como la que escuché de “Niña con frenillos” (se las recomiendo, como a Valentina Fel) y no hay nadie ahí para escucharme, entonces no existo. O existo en mí mismo. Supongo que tendré que salir a comprar algo, pero después de ducharme. Y de afeitarme.

jueves, 20 de marzo de 2008

Fantasmas.

Ya eran las cinco de la mañana. Uno de sus brazos caía junto con un pequeño desliz de la sábana media manchada, sus dedos eran alargados y estaban pintados con el típico colorante barato, colorinche, llamativo, llameante. Los rayos del sol comenzaban –extrañamente, por lo temprano de la hora- a colarse entre medio de las cortinas que estaban a medio cerrar. Pensó que el verano tenía este efecto luminoso. En el aire el humo del tabaco danzaba una y otra vez en las esquinas, sin que pudiera ir hacia ningún lugar, así que éste iba en un ir y venir vicioso, como una neblina artificial que recorría las inmediaciones de aquel cuerpo cansado, que yacía casi sin vida sobre aquel catre, desnudo y laxo, pero sin poder conciliar el sueño. El cigarrillo aún no se ha acabado, pero le queda poco.
La radio estaba prendida y de ella emergía una canción en idioma francés que no podía comprender, aunque le resultaba agradable, relajante, casi placentero. Pero aquel cuerpo ya no podía concebir placer alguno, ni siquiera en lo recóndito de su interior podía albergar la fantasía –y la esperanza- de ser una persona feliz. Hacía mucho tiempo que su alma había sido desprovista de la inocencia, sobretodo cuando aquel tío cercano a la familia, y por sobretodo muy buena onda, le comenzaba a hacer cariños que iban desde la rodilla hasta más allá de su ombligo, apretando con su dedo índice sus regiones íntimas y todavía no totalmente conocidas -y exploradas- por ella, todavía una niña. Recuerda el tío, con sus labios apretados y sus ojos más grandes de lo normal, repitiéndole que no se lo dijera a nadie, porque nadie le creería. Pero de súbito, procuró enterrar lo que estaba emergiendo de su interior, y aunque fue muy buena al desvincularse de su recuerdo, un intento de lágrima corrió por una de sus mejillas, lágrima que se extinguió en cuanto comenzaba a hacerse fuertemente patente su recuerdo en su fuero interno. Decidió entonces levantarse, así como estaba: desnuda, con su negro pubis como un espectador más que reconocía cada rincón de la habitación además del catre, cuyas sábanas son de color blanco percudido. Caminó hacia el balcón, con sus fantasmas del pasado acompañándola por su derecha, mientras que sus miserias del presente la acompañaban por la izquierda, haciéndose, sin embargo, aún más patentes en su propio cuerpo, porque aunque los clientes procuraban usar condón -nadie quería pagar más plata por no usarlo, cobraba caro por eso- era imposible no tener recuerdos viscosos de las visitas que se apiñaron en su cuerpo en cuanto comenzó con su trabajo a las doce de la noche en punto. Pero eso ya no le importaba, en realidad lo que quería era sentir un poco de aire puro, algo que le recordara sus días en que no se sentía apuñalada por una daga que se ensartaba contra ella, pero que finalmente nunca la aniquilaba. Miró desde la imitación de terraza hacia el suelo, y se tentó absurdamente con la idea de lanzarse así sin más. Le resultaba casi placentero el salir de su propia vida y el poner en aprietos a muchas personas desconocidas: Poner a mover a los forenses, a los policías con sus cintas amarillas, a la gente que pararía a lo sumo unos diez minutos de sus actividades programadas para poder ver algo de ella, algún periodista despistado; algo dejaría ahí en su cuerpo, como un recuerdo imperecedero, algo que ella no se llevaría allí donde estuviera después. Ahora lo que más desprecia es su cuerpo, pero es éste mismo y el buen catre de cuatro patas cojas el que le da el dinero necesario para comer, para pagar el agua con la cual puede llenar la bañera y finalmente, sacarse las gotas de sudor que no son suyas, aunque sabe que esto es como si alimentara un espiral eterno del cual nunca podrá salir. Le resultó extraña la idea de que su cuerpo encontraría un contacto mucho más sincero y genuino con quienes le harían la autopsia, abriendo su pecho de par en par, que en comparación a sus clientes que sólo sabían el precio -y no su nombre- para poder manosear sus senos.
Pero en realidad, sabía que se engañaba, sabía que no habría un final esperándola allí afuera, en el pavimento frío e impersonal. Sabía que no lo haría porque, además de no tener el valor necesario, tenía que tener un final más digno que eso, que la calle, que el choque contra el pavimento y la sangre. Si había tenido una vida indigna a lo largo de su existencia, no tenía por qué morir bajo las mismas condiciones de pobreza y desamparo. Algo de honor en ella quedaba, al menos para sí misma. Así que decidió subir más el volumen de la radio, apagar el cigarrillo que casi ya se había consumido, ventilar el cuarto abriendo las ventanas para espantar los fantasmas, sacar las sábanas desde la raíz para lavarlas, botar las cenizas del cenicero en el tacho de la basura, tararear algo incomprensible de la canción, porque ya se estaba acostumbrando a ella -aunque no entendiera ni pito lo que significara- , poner el agua en su justa medida y ponerle el tapón a la tina.

lunes, 17 de marzo de 2008

Páramo.

Ya no recorras las distancias inalcanzables, ni le busques explicación alguna. No corras las cortinas de la ventana. Ni botes el agua de la bañera. No vas a encontrar lo que buscas porque aquello ya se fue, lejos, más allá de ésta piel, de las plantas de mis pies que se helan; de mi vientre cuyos microscópicos pelos se erizan al contacto (ajeno), de mi columna con memoria infinita, de mi cuello que circula desnudo entre el páramo externo.
Trata de encontrar a quien buscas en la memoria imperecedera.
Trata de encontrarme.

viernes, 7 de marzo de 2008

Imagínatelo.

Pensó que era el momento adecuado, así que prendió las llamas, y las salamandras nacieron alimentándose del fuego. Se vistió de cielo y miró largamente como el fuego consumía la cera y como ésta caía hacia el suelo, Ahí se dibujaba lo que va a acontecer, y con eso en mente, se desprendió de todo pensamiento concreto y se entregó a los instintos de la noche. Pensó que era el momento adecuado, y siguió contemplando el fuego, y con ello, los acontecimientos que van a dar a luz desde su vientre para cambiar su propia tierra.

1 de diciembre del 2006.

domingo, 2 de marzo de 2008

Recogiendo Diablos.


A Cecilia, la serpiente, quien nunca leerá esto.


La recogimos cuando todavía era pequeña. Todavía no sabía hablar, pero vaya que sabía caminar, y rápido. A veces se nos perdía y todos salíamos a buscarla. Tenía algo en sus ojos que hacia quererla, pero a la vez, resguardarse de ese futuro cariño que carcomería a quien estuviera cerca. Tenía costumbres extrañas que hacían pensar en una futura devolución a alguna casa de acogida. Pero nunca fuimos desconsiderados con ella. Se nos perdía en el patio siempre después de la cena, de la once. Cuando creció se hizo voluptuosa y pronto captó que esos rasgos eran artimañas efectivas para poder conseguir lo que deseaba, especialmente con hombres mayores que ella. Sus ojos eran azabaches y profundos. Un día la encontraron con una faja en el estómago y desde ese entonces supimos, a ciencia cierta, que nos traería problemas, no por ella en sí misma, sino por las desgracias que daría a nuestras vidas íntimas, que pretendían estar lejos de su ya elaborada presencia, y que sin embargo, nos rondaba siempre. No era hermana de sangre, así que era más fácil desprenderse de ella, pero su astucia de lince acaparaba siempre aquellos rincones de las personas que son más vulnerables y sensibles. Se arrancaba de la casa, se le daba por perdida y luego llegaba, se independizaba violentamente de quienes le habían dado techo y comida. Pronto el resto de la cuadra empezó a hablar de ella. No faltaban aquellas que aseguraban que ésta pequeña mujer-puta se había insinuado o ya metido con sus maridos, y la verdad es que uno estaba más del lado de esas mujeres que del lado del beneficio de la duda. Fue una de las primeras niñas en la ciudad de ser bautizada con el diagnóstico “mutismo selectivo”, pero había algo más en ella que preocupaba, hasta el punto de atemorizar y retratar en fantasías oníricas lo que ella era capaz de hacer. Los viejos soñaban con sus pechos desnudos y firmes, mientras que su familia era incapaz de ejercer control sobre ese ente que ahora, en la plenitud de la vida, se esforzaba cada día en ser más diabólica. Llegó una noche en que negando sus impulsos hormonales (y sexuales), la madre le negó una salida nocturna. Su esposo estaba de guardia y no había nadie más en la casa. La diabla rompió en gritos y acto seguido, subió las escaleras para encerrarse en su pieza. La mujer, abajo, comenzó a preparar la mesa, porque pronto llegaría él con tanta hambre como deseo carnal, así que raudamente traía desde la cocina platos, tazones, servilletas, mientras una silueta oscura pasaba detrás de ella sin ser detectada. En su niñez y en las noches, también se perdía, brotaba de las sabanas como si fuera una serpiente, y, bajando las escaleras en puntillas, en silencio, como una mortal anaconda, abría la puerta del patio que estaba con llave, se perdía en este, que estaba repleto de árboles frutales, sembradío, y un lugar habilitado precariamente para las gallinas y los patos. Ni supo la dueña de casa cuando ya estaba en el suelo tirada, ahogándose con su propia sangre, mientras sentía un dolor punzante que permanecía incrustado en su cabeza, por detrás de los ojos. No supo como consiguió la fuerza para arrastrarse por el piso y gritar por el patio algo de ayuda, pero era demasiado tarde porque la diabla ya la había recogido por las piernas, mientras la llevaba hacia la cocina, mientras su madre adoptiva corroía el piso con sus uñas, dejando una fina, pero firme línea de sangre a través de su recorrido, el último camino hacia la cocina sobre la cual pasó tantas temporadas cocinando para ella y su familia. Sabía que allí la engendra se haría de un cuchillo (si es que) para comenzar su cometido, su inherente necesidad que tantas veces la familia calló. Llegó con costumbres curiosas, por no decir tenebrosas. Ella no iba al baño, robaba tiestos de la cocina e iba al patio, buscando un rincón detrás de un árbol para luego cagar encima del tarro, que guardaba celosamente por unos días hasta que alguien lo sacaba de improvisto para botarlo. La razón de que guardara el tarro lleno de mierda era que, por las noches, al salir de la casa, entraba al gallinero, agarraba a un ave por las patas, la azotaba hasta que se le rompiera el cuello, el cráneo, etcétera. La desplumaba precariamente, y en sus ojos embetunaba el contenido del tarro, para luego mordisquear el cuello, las alas, las patas con uñas, lo que viniera ella lo mordía, y celebraba en silencio casi absoluto, mientras el resto de las gallinas no atrevía a mover ni un músculo. Celebraba tanto, que hizo el ruido adecuado para despertar a mis padres, hacer que se levantaran, abrieran la puerta del gallinero y poder verla bañada en sangre ajena y fecas propias, mientras masticaba un trozo de carne crudo con algunas plumas, con su mirada constante -más oscura que la noche- que nos traspasaba a todos con delirio.

Nice Pick.

Mis dedos son largos, como de marciano. Tengo mala memoria, como la de un pollo. Mis dientes duelen, porque están cambiando. A veces me cuesta conciliar el sueño y es entonces cuando corro las frazadas hacia atrás, porque también soy friolento. En invierno uso un par de calcetines normales, de esos que venden en los puestos improvisados, y además uso un par de calcetines de lana, porque si no me resfrío. Siempre tengo que llevar bajo mi bolsillo pañuelos desechables. Me gustan los tallarines, el puré y las papas fritas. Tengo propensión a enfermarme de la guata al mezclar tantos alimentos. He tenido cuatro (o cinco) veces gastroenteritis. Me gusta leer, pero suelo aburrirme y dejo la lectura hasta la mitad. Mi sueño es encerrarme con provisiones en una librería y quedarme encerrado un mes. O un año. Me gustaría escribir más seguido o tener ideas más creativas, porque parece que ya todo está dicho. Me carga el calor porque tengo que usar polera y me desagrada andar tan semidesnudo por la vida. Me cuesta sociabilizar, me cuesta pedir cosas en los centros comerciales, se me pierden las palabras. He visto morir sólo una vez a alguien, y fue a un gato pequeño. Nunca he ido a una discoteque y lo he pasado enteramente bien, jamás me he emborrachado hasta el punto de perder la conciencia, pero ayer me tomé dos vasos de berries y me ayudaron a dormir. Me cargan los realyties, me carga el metal, el reggetton y al Lucho Jara. Me gusta empezar el día con una taza de café cargado y dos rebanadas de pan. Ojalá tostados. Cuando era más chico y estaba en la básica me hice pichí. Siempre he sido medio mateo, o ñoño para todas las cosas. Me cuesta decir las cosas básicas a mi familia (te quiero-te amo). Me gusta que la lluvia me encuentre a medio camino de mi casa y yo con pendrive (y con pilas). Soy talla extra small, todo me queda grande. Tengo que arreglar los polerones -y entre ellos, mis favoritos son los canguros- y los pantalones siempre me quedan grandes a la altura de la cadera. Soy medio deforme. Me gustaría tocar la guitarra, o el piano, o el violín, pero más me gustaría tener buena voz e ir cantando por la vida. Una vez me caí en pleno centro y mis narices se llenaron de sangre, mientras que mi hermano me retaba porque no me paraba. Hasta el día de hoy no se la mayoría de las calles y sólo se llegar al centro. Tengo pocos amigos, pero los tengo. Tengo gente a la cual yo le caigo pésimo. Tengo gente que me entiende. Le tengo miedo a las arañas y a los bichos rastreros, pero siempre cuando veo algo pasar rápidamente, la Gestalt hace que mi mente cree la imagen de una araña. También le tengo miedo a la oscuridad. Uno de mis grandes logros en la vida es poder dormir con la pieza del dormitorio cerrada de noche. Leo el tarot hace más de cinco años (Como pasa el tiempo). Me gusta el ocultismo. Soy miope pero casi nunca uso lentes. Tuve pie plano. Tengo deficiencia respiratoria. Tengo cero paciencia. Soy pésimo para manejar, hasta el día de hoy tengo problemas con poner primera. Soy melancólico y medio bipolar (no diagnosticado). Siempre, pero siempre me quejo de algo. He conocido a mucha gente que se que será importante pasar por mi vida. Conozco a gente importante y aún siguen rodeándome. Me gusta gastar plata, soy materialista. Seré un caos si algún día llego a tener poder adquisitivo. Me gusta imaginar y fantasear (o sea que soy medio aweonao). Me amurro fácil y a veces paso por nice pick o paz mundial. Pinté, escribí, reté, me encerré. Me juré gótico en plena adolescencia. Me cayó una rueda gigante en una pierna, se me quebró un brazo por un pelotazo, tuve alfombrilla, tengo ciática (según mi sifu), me gusta el azul oscuro, el verde claro y otros. Me carga viajar (antes me gustaba), me carga disertar (antes me gustaba). Sí, soy hiper ultra tímido, por eso me vinculo por internet, y trato de expresar(me) por medio de la escritura y de la fotografía, porque ambas son distintos medios a través de los cuales tú llegas a los demás, ¿Y de eso se trata todo, no?. Me gustaría parecer más de mi edad, ser más sociable, tener Internet que no falle, ir a un concierto-recital de miss apple, no tener glándulas sudoríparas, leer Ísis sin velo (con todos sus volúmenes), no amurrarme cada cinco segundos, tener carisma y un scooter para morir antes de los treinta. También me gustaría vivir solo, no en soledad. Publicar un libro, sí que sí. Aprender a meditar.
Cada uno de estos fragmentos me puede identificar, me puede definir; permite clasificarme y presentarme ante el mundo (o esconderme de él), Pero todos estos adjetivos y microhistorias no son más que eso, fragmentos; pasados y presentes, más ni uno (les) dice exactamente quién soy, sino que todos, en conjunto -finalmente- (me) hacen ser.

23 de Febrero del 2008.