domingo, 4 de octubre de 2009

Como Siempre.

Estaba a punto de llover, pero como siempre salí a correr durante unos minutos. Era costumbre a estas alturas, y el no hacerlo me daría vueltas por toda la tarde, como si hubiera olvidado algún nombre que necesitaba pronunciar, o como si hubiera dejado papeleo pendiente en el trabajo. Este no era el caso, pues sabía que aunque cayera un vendaval, igualmente terminaría afuera, corriendo. En realidad era otro el asunto que me tenía con insomnio durante semanas, incluso meses, pero no había podido si quiera ponerle un nombre en mi mente. Tenía miedo de que si sabía lo que pasaba -qué es lo que quería- el resto sabría exactamente cuál era mi problema, aunque lo mío no era un problema, era una resolución. Siempre que llegaba al punto de decirlo, corría más deprisa, como si pudiera huir de lo que tarde o temprano tenía que aceptar. Pero ahí estaba yo, trotando en calles vacías, no porque no hubiera nadie, sino porque no podía ver otra cosa que mi propia situación. Finalmente, me decidí sin siquiera tener claro cuál era la verdad de todo el asunto, por lo que preferí mi verdad ante todo. El punto es que volví a casa, cuando Carla todavía no alcanzaba de terminar el almuerzo. Hice el ademán de saludar sin abrir la boca y fui a la ducha. Tratando de pensar coherentemente, a medida que el agua caía sobre mí, miraba como se formaban pequeñas burbujas que iban a parar al desagüe. Desagüe, todo al desagüe.

Le ayudé a poner las cosas en la mesa. Se había puesto a llover con violencia, y la ventana era golpeada por las ráfagas de viento que lanzaban hojas y fragmentos de barro. Estábamos los dos sentados, comiendo, masticando la ensalada, sin música, sin la televisión prendida. Sólo escuchábamos el viento y la lluvia golpear la casa. Parece que ella sabía qué era lo que se avecinaba, pues había algo de elegancia incluso al cortar la carne, al tomar su vaso de vino, al mirar por la ventana, como si me diera tiempo para decirle lo que me conflictuaba, pero en mi interior ni siquiera me movía un milímetro. Sentía que si pensaba algo relacionado con lo que debía decir, Carla se daría cuenta antes de que se lo verbalizara. Pero sí, sabía que lo intuía, que la lluvia y el viento sólo era un preludio para lo siguiente. Me atragantaba con la comida, con el vino. Movía torpemente las manos. En un momento, hasta rocé las suyas, pero los dos las apartamos fingiendo en que no habíamos sentido las del otro. De pronto supe que era el momento, si no lo decía, sería infeliz el resto de mis días. Carla miraba por la ventana, y todo lo que había más allá estaba desdibujado. Aún así permaneció en silencio, de modo que me aproveché, y lancé algo que ni siquiera mi cerebro había programado.

- Carla, ya no te quiero.

Eso es lo que se dice cuando uno está en el colegio, no cuando uno lleva casado siete años con la otra persona. Pero hay muy pocas frases que son más honestas y directas que ésta. Aún así, esta frase, la frase que súbitamente quebraba todo vínculo entre ella y yo, me produjo vergüenza y culpa. No la miré a la cara. Carla seguía viendo por la ventana, como si los minutos no pasaran, a pesar de que a mí me parecían siglos. Pronto pestañeó y giró su rostro hacia mí.

- Lo siento, ¿me decías?.

Tomé todo el resto del vino, pensando en si le repetía la frase, o si inventaba alguna otra cosa. Desee no haber llegado tan pronto, o no haber sentido esta sensación de disgusto con ella, con el matrimonio, con la vida que solemos llevar, con su súbita sordera. Pensé en decirle que la engañaba, así el impacto de no saberse querida tendría una explicación más razonable. ¿A quién culpar si sólo se perdió el cariño?, tenía que darle un objeto, un nombre para que ella odiara, alguien a quien echarle la culpa. No quería dañarla con una frase tan simple, pero a la vez quería castigarla por hacerme repetir algo que a duras penas había podido articular, y que el sólo hecho de pensar en volver a decirlo, fuera una recapitulación monstruosa de todo el tiempo en que dudé de nosotros, de mi felicidad, del placer, de lo aburrido que me resultaba todo esto, de todas las cosas que, todavía, ni siquiera puedo explicarme. Cuando puse el vaso en la mesa, supe qué era lo que tenía que decir.

- Como siempre, llueve, podríamos cambiarnos de ciudad algún día.

- A lo mejor, más adelante. Pero sí, puede ser.

- Sí, puede ser.

- Sí.

Luego de ese día, los dos quedamos indiferentes a nuestras necesidades, pero por sobre todo a nuestra honestidad. Yo salía a trotar pero me parecía que no iba a ningún lado, ella cocinando y luego mirando por la ventana. Yo desnudo frente al espejo y luego viendo como las pequeñas burbujas caían por el desagüe. Los dos comiendo, procurando no tocarnos en ese ritual que nos recordaba aquella frase, porque como siempre, nos hicimos eternamente sordos el uno del otro.