miércoles, 2 de abril de 2008

Palabras.

Cada día tengo la certeza más acabada de que en mí no habitan palabras, al menos cuando intento buscarlas y romper el silencio de aquello que me es importante. No existen intentos, ni triunfos, ni derrotas. Sólo un silencio largo y sostenido, junto con el temor de acercarme y finalmente, decir.
Porque hablamos, y es fácil seguir(te) la corriente, aferrarme a la esperanza de que al final entendemos un poco de la orilla del otro, de la isla y de sus contornos, saber poder comprender, cabalmente, sin proyecciones ni juegos mentales. Acá no se juega, o eso creo.
Después de la refriega, las palabras y las emociones emergen desde algún lugar y quedan atrapadas en el pecho, y no quieren salir más allá del cuello, desde donde quedan encerradas sin escapatoria ni explicación plausible. Porque la parálisis se evidencia a medida que pasan los segundos, mientras se entreabre la boca húmeda, dejando entrever lo pesado, lo confuso y lo difícil de pensar en otra forma que no sea una muy subjetiva, atropelladora totalmente de la realidad de todos, para finalmente hilvanar un frágil “no sé”, que ni yo mismo aseguro.