sábado, 30 de agosto de 2008

Agosto.

Caminando sin rumbo llegué acá, otra vez. Pero es curioso, siempre tenía la sensación de que daba incansables vueltas alrededor de las calles vacías, o inhabitadas sólo para mi. Los días que me han tocado vivir han sido cada vez más agrios, aunque poco a poco me acostumbro a ellos. Afuera no para de llover. Tomacito debe estar tranquilo escuchando cómo la lluvia golpea el piso mientras la misma tierra se vuelve lodo que se esparce por la madera en el subsuelo. O eso espero. No puedo dejar de decir que la Simona me ha hecho un tajo en un dedo que no para de sangrar, pero ese es uno de los riesgos a los que te expones si quieres jugar con un animal, sobretodo si ese animal es un gato. Ahora ella duerme enrollada sobre si misma en un sillón, abajo. Hoy el día ha pasado rápido entre las eternas lecturas, las palabras que curan y los golpes pasado las siete. Y eso que hoy comencé a dar vueltas en el laberinto tarde, sólo cuando se escuchaba caer la lluvia. Somos varios en el laberinto. Lo importante creo yo, no es estar dando vueltas sin llegar a ningún lado, sino el hecho de darlas, una y otra vez, sin parar. A lo mejor el detenerse es lo peligroso, y por eso, supongo, somos varios los que corremos.
El otro día, en una de mis vagancias sin sentido, encontré un gato muerto. Estaba al lado de la basura, recostado, con la cabeza agacha. Venían un par de personas, así que rápidamente le tomé una foto. Me frustré porque fue una mala fotografía. Pero más me frustró el no sentir nada, nada en absoluto. Ese día estaba nublado mientras caminaba en dirección a mi casa.
Ayer le robé un frugelé a una anciana que vendía papas fritas. Quería saber qué se sentía hurtar con total consciencia de ello, y la verdad es que tampoco fue la gran cosa. Tocí cuando el papel comenzaba a sonar al hecharmelo al bolsillo. Mi justificación para hurtarlo era que el frugelé en cuestión estaba medio abierto, así que de todas maneras nadie iba a elegirlo. O quizás sí, pero la gente no elige a lo deteriorado. Quieren lo nuevo, lo pomposo, lo brillante, lo dorado y lo respingado antes que a mi y a mis secuaces. No es que sea cleptómano o algo parecido, aunque siempre me ha parecido intrigante saber qué se siente robar algo sin que te descubran. Quería saber cómo se vive la adrenalina con cada movimiento que das. Quería ver qué pasaba, pero nada de lo esperado ocurrió. Simplemente, tomé algo que no me correspondía y me lo heché al bolsillo, mientras me iba con las papas fritas (que sí pagué) esquivando las posas de agua antes de llegar a donde siempre llego.
En las noches escucho a los gatos pelearse entre los tejados de zinc, y los maullidos, son muy variados entre sí. Uno diría que el maullido es el maullido, pero no. Hay para cada ocasión. Para buscar pareja, para buscar a las crías y para intimidar a un enemigo. Pero ahora las noches no me parecen tan preocupantes y vívidas como antes, incluso me parecen muy aburridas. A eso se le suma que hoy no han habido maullidos. Recién paró de llover. Estoy seguro de que si él estuviese aquí, más de alguna cosa haría que me disgustaría, aunque finalmente lo hubiera aceptado. Procuro quedarme quieto para intentar captar algún sonido, pero sólo escucho una débil lluvia que cae, también, por el patio de mi casa en donde descansan varios de los míos, una vez que no volvieron a abrir los ojos, y se quedaron, sin más, dormidos, a la espera de que los enterraramos bajo un cielo siempre nublado. Pero lo peor de tener animales, no es tener que cuidarlos cuando se enferman o cuando están en celos y no paran de aullar, no es convidarles una parte de tu cama para darles en el gusto de no estar solos mientas duermes mal y todo doblado, e inclusive tampoco lo es cuando tienes que recojer sus pestilentes regalos que a veces suelen dejar cuando son pequeños y no han introyectado las reglas de vida humana, que sólo incluyen regalar en el water y en uno que otro cumpleaños. Lo peor, es tener la certeza, un día simplemente, que no volverán más. Que no volverás a escucharlos, que no volverás a verlos a los ojos aunque ellos mismos no tengan consciencia de si, que no volverás a pasarles la mano por el lomo, y que sobretodo, no volverás a escucharlos en las noches de Agosto.